-OLMEDO
CAPÍTULO 8-MACEDONIO FERNANDEZ
El "capítulo siguiente" de la autobiografía del Recienvenido
De autor ignorado y que no se sabe si escribe bien Nota del Editor. (El autor también figurará
escribiendo.)
Presentamos el más escrito de los ocho capítulos de esta obra, que no se cree haya habido
quien la escriba, pues su autor era tan desconocido a los diecisiete años que es imaginable
cuánto habrá progresado después, tanto más cuanto la precocidad fue la primera cualidad que
adquirió; a los nueve años era ya casi un niño y a los once ya tenía un hermano que entendía a
Bergson; lo que éste mismo no pudo nunca con toda la inteligencia que le consiguió su
influyente familia.
Tan es así que si tan es así no fuera todo lo que de él se sabe no se ignoraría todavía. Como
desconocido es el más completo que haya sido encontrado con vida en la historia desde el
pasado hasta una semana próxima que tenga días; más adelante no se sabe lo que sucederá y
limitamos nuestra aseveración a lo pasado y al retazo de porvenir que está inmediatamente
detrás de una próxima salida de "Proa" (no he leído a Bergson pero lo escribo regular, como
queda probado); fieles a "Proa", el formato de porvenir que nuestra inteligencia alcanza a
columbrar no pasa de ahí, un día más y no sabemos nada. No venimos tan bien informados
como Mahoma que llegó exacto el primer día de su era; si arriba un día antes no tiene dónde
acomodarse en el tiempo.
Tenía el porte y los rasgos de fisonomía de extremo parecido a los del héroe desconocido y
pudo ganarse la vida lo mismo que este funcionario europeo, si no fuera que lo diferenciaba
un desaire héchole por la Naturaleza: la pronunciada curva en la espalda, que dicen algunos
era una pulmonía de repuesto que llevaba. Admiten otros que su torso presentaba ese martillo
a favor, por efectos de excesivas lecturas; no porque lo que uno lee se le gane allí cuando no
sirve para la cabeza, sino por descuido de su postura en el acto de consumir renglones.
El preámbulo, que hasta aquí era corto, virtud que no le va a durar, no podemos apagarlo
todavía. Tenemos que decir que con el mismo trabajo que se tomó el autor para hacer esta
autobiografía pudo decirnos algo de su propia vida. No nos dejaría así, tan completa como si
nos la hubiera prometido, una ignorancia erudita y sin compostura ya de sus vicisitudes y
carácter, que pasamos a editar bajo evidentes dificultades. Nuestro autor es verdaderamente
incógnito; si no fuera que Shakespeare tiene ya con quien se le confunda, sería una
satisfacción ofrecérselo para ese propósito. La lectura de sus obras no nos procura base para
juzgar sus talentos de escritor; ignoramos siempre si cumplía años, si nació disgustado, si
mejoraba de las enfermedades o moría cada vez; si su vida se prolongó hasta el fin de sus días
o pudo la ciencia hacerla concluir antes; si disputó que su deceso era prematuro o se puso del
partido de la concurrencia mortuoria que "lo lamentaba", por tardío; si por extremo de
puntualidad se presentaba siempre en el lugar de la cita un cuarto de hora antes de llegar o al
contrario tenía reputación de ser el primer en llegar tarde, a casa del dentista u otros locales
de distracción; si se conocía cuando tosía o nadie lo oía por tratarse de tan famoso
desconocido; si logró que el porcentaje de horadación de su inteligencia por obra de las
buenas lecturas y las instrucciones pública y universitaria fuera menor que el soportado por
jóvenes más respetuosos, como yo, por ejemplo; si donde se le invitara a comer (iría yo; ¿es
extensiva la invitación?) agrandaba los agujeros del mantel que circulaban cerca de su mano
para investigar hasta qué dimensión podían abrirse los ojos de la dueña de casa ante ese
espectáculo exasperante y luego la mortificaba diciendo que: agujeros mejores y de color más
sufrido que éstos se vendía en cualquier negocio, donde había, además, jabones para lavar de
agujeros los paños, y cepillos para echarlos fuera del mantel junto con las migas. Su
conversación de sobremesa la efectuaba debajo de ésta (debajo de sobre es imposible: debajo
de mesa) gateando, molestamente interesado en recolectar los agujeros que no habían dado en
la bandejita de migas; y luego remiraba todo alegando que el más surtido de ellos no estaba
en ninguna parte, lo que metafísicamente era indefendible; según la hipótesis más plausible y
festejable, debía haberse zafado por dentro de sí mismo y desaparecido; de lo que no se
responsabilizaba. La señora se aprovechó, vengativa, de la debilidad gramatical incurrida por
nuestro íntimo desconocido: ¿Dónde está su gramática, hombre de Dios? ¿Cómo puede un
agujero solo ser surtido? -Yo lo he visto surto junto al botellón y después no lo vi zarpar.
Esto último y algo anterior pertenece a lo que no se sabe de él y lo insertamos como
muestrario de la variedad inmensa de cosas que somos capaces de idear para rellenar una
existencia de contenido ignoto; es prueba también de que si algo más ignorábamos de él lo
haríamos público. Las más adelantadas excavaciones que se hacen en las bocas de sus
vecinos no dicen en qué ciudad o barrio vivió y sólo han completado nuestro
desconocimiento con la información de que él mismo no se conocía: ante un cobrador del gas
Recienvenido se extasiaba tanto como la Compañía por saber quién era el Recienvenido que
conseguía deber, más pronto que el más diligente vecino, tres meses de gas en un momento; y
se internaba en su busca, corría a llamar a Recienvenido.
Cuando vuelva tornaremos a tratar de él. Si se llega a saber que algo más puede ignorarse de
él, nos apresuraremos-hágase a un lado, lector, que podemos atropellarlo- a comunicarlo; no
consentiremos que se nos supere en la ignorancia que nos hemos labrado pacientemente a su
respecto ni en la prontitud en difundirla. Si supiéramos que tuvo por únicos amigos a Mark
Twain, Sterne y Gómez de la Serna -"buenos criollos" todos- y que procuraron ser
contemporáneos para visitarse con más frecuencia, no lo ocultaríamos; y no disimularíamos
que, quizás enojados, Sterne y Mark Twain se sentaron en la primera vereda del otro mundo a
esperar a De la Serna a quien el público retiene en la inaplacable aspiración de greguerías que
es leer de él, atento sólo a su propio gusto, sin considerar que Ramón no halla quien le
prepare risa, cocina y no come, guisa y no sisa y tanto como se queda, tanto se le espera, del
otro mundo en la primer vereda.
Lo advertimos porque quizá la lectura no lo dé a ver; con la presente obra entendemos hacer
el lanzamiento, la primer entrega, la soltura, despavorido lector, de la inesperada y acreditada
Literatura Confusiva y Automaústa, de lectura fácil (de omitir), en la que se espera tanto... del
lector, de su originalidad; inaugurámosla en vista del reducido resultado de la otra, cuya
perdición se preveía, desde que el público se obstinó en utilizarla principalmente para lectura
-a veces sus lectores tenían un volumen en las manos y otro en la oreja; y encendían el uno en
el otro. Todos sus defectos se hicieron públicos así; ocasionáronse desventajosas
comparaciones con el papel en blanco y sobrevino la nostalgia de esta clase de papel, que
debe haber existido alguna vez -toda una hoja en blanco de papel parece haber sido
encontrada inmediatamente encima de la torre de Babel, del Arca de Noé y del
descubrimiento de América, en ruinas-, y que habríase de volver a inventar como el agua en
un cabaret. Dejemos esto y sigamos viviendo, me digo. Y concluyo.
EL EDITOR.CONTINUARÁ
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