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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

miércoles, 13 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Sexta parte)





Exijo una explicación.
Se fue. Empecé a levantarme. Volvió al rato; su abatimiento era notorio, casi teatral.
-¿Qué sucede? -le pregunté.
-La prohibición de entrar en el bosque ya no existe... Ya no existe. Una de las muchachas ha muerto.
Salimos lentamente. El patrón nos saludó desde lo alto de un viejo automóvil.
-¿A dónde va? -le preguntó Oribe, con su natural impertinencia.
-A Moreno, a buscar un médico. Al de aquí le cortaría el pescuezo. Lo vi esta mañana para que fuera a la estancia, por el certificado; ahora me avisan de la estancia que no ha ido. Mando un chico a su casa y le dicen que se fue al Neuquén.
Un viajante nos preguntó si iríamos al velorio. Oribe le aseguró que no.
-Pueden ir -dijo el patrón-. Va todo el pueblo.
La decisión de Oribe era firme. Tal vez tuviera razón; ir al velorio tal vez fuera desagradable; pero me irritaba que tomara decisiones por mí y que se metiera en mis cosas.
A la tarde no sabíamos qué hacer. No podíamos irnos, porque hasta el día siguiente no había ómnibus. Toda la gen¬te de General Paz estaba en el velorio. No teníamos ganas de conversar. Yo pensaba en la muchacha muerta. Oribe también, seguramente. No me atreví a preguntarle si sabía el nombre de la muchacha (en general lo trataba con autoridad; sin embargo, en algunas ocasiones me cuidaba vergonzosamente, como si temiera su opinión).
Por fin, me preguntó:
-¿Vamos al velorio?
Acepté. Fuimos caminando, porque no quedaba ningún vehículo en General Paz. Era casi de noche cuando cruzamos la tranquera de «La Adela», en silencio, con una compartida solemnidad que ha de parecer una tontería, o un presagio. Oribe murmuró:
-Con tal que hayan atado los perros.
-¿Cómo no van a atarlos -repliqué-, si invitan al velorio?
-Yo no me fío en los rústicos -aseguró, mirando para to¬dos lados.
Durante unos diez minutos seguimos por ese camino en¬tres árboles. Después llegamos a un lugar abierto (pero rodeado, de lejos, por arboledas). En el fondo estaba la casa. Alguna vez, en fotografías de Dinamarca, habré visto casas parecidas a la de Vermehren; en la Patagonia resultaba asombrosa. Era muy amplia, de altos, con techo de paja y pa¬redes blanqueadas, con recuadros de madera negra en las ventanas y en las puertas.
Llamamos; alguien nos abrió; entramos en un vasto corredor muy iluminado (extraordinariamente, para una casa de campo), con las puertas y las ventanas pintadas de azul oscuro, con estanterías repletas de objetos de porcelana o de madera, con alfombras de colores brillantes. Oribe dijo que al penetrar en la casa tuvo la impresión de penetrar en un mundo incomunicado, más incomunicado que una isla o que un buque. Realmente, los objetos, las cortinas y las alfombras, el rojo, el verde o el azul de las paredes y los marcos, determinaban un ambiente de interior casi palpable. Oribe me tomó del brazo y murmuró:
-Esta casa parece levantada en el centro de la tierra. Aquí ninguna mañana tendrá cantos de pájaros.
Todo esto era un afectada exageración, una desagradable exageración; pero lo repito porque expresa con bastante fidelidad lo que podía sentirse al entrar en la casa.
Pasamos luego a un enorme salón, con dos grandes chimeneas en cuyos hogares crepitaban las ramas de los pinos en violentas fogatas. En la penumbra de un ángulo distante, percibí un grupo de personas. Alguien se levantó y vino des¬de allí a recibirnos. Reconocimos al Delegado.
-El señor Vermehren está muy abatido -nos anunció-. Muy abatido. Vengan a saludarlo.
Lo seguimos. En un sillón alto, rodeado de hombres calla¬dos, estaba Vermehren, vestido de negro, con la cara (que me pareció blanquísima y carnosa) reclinada sobre el pecho. El Delegado nos presentó. Ningún movimiento, ninguna respuesta, señaló que la presentación fuera oída, o que Vermehren viviera. El grupo continuó en silencio. Al rato, el Delegado nos preguntó:
-¿Quieren verla? -Extendió un brazo-. Está en ese cuarto. Las muchachas la velan.
-No -me apresuré a contestar-. Hay tiempo.
Miré hacia arriba. El salón era muy alto. En uno de los extremos había un coro o entrepiso, que ocupaba todo el an¬cho. Al frente, el coro tenía una balaustrada roj a; en el fondo, se veían dos puertas rojas. Un grueso cortinado verde, como
un telón de teatro, colgaba del entrepiso, cubriendo un ex¬tremo del salón.
Oribe se apoyó desaprensivamente en una lámpara de pie, con águilas, que estaba al lado de Vermehren. Me preguntó con alguna timidez:
-¿En qué piensa?
En seguida le mentí:
-Pienso que hace mucho que no escribo nada para el diario. No encuentro tema.
-¿Y esto...? -preguntó Oribe.
-Es claro -dijo el Delegado.
-No. No me atrevo -respondí.
El Delegado insistió:
-Sería un honor para el señor Vermehren.
-Todavía -dije- si tuviera una fotografía de la muchacha.
Me sentí definitivamente canallesco; el Delegado y Oribe acogieron con entusiasmo la sugerencia.
-Señor Vermehren -exclamó el Delegado, en voz muy alta y con alguna indecisión-. El señor, aquí, es de los diarios. Quisiera escribir una notita necrológica.
-Gracias -murmuró Vermehren. No hizo ningún ademán. La cabeza estaba reclinada sobre el pecho. Yo me estremecí, como si hubiera hablado un muerto-. Gracias. Cuanto menos se hable, mejor.
-El señor -insistió el Delegado, señalándome con el dedo- sólo pide una fotografía. Indispensable para la nota.
-Su hija la merece -apoyó Oribe, cándido y despiadado.
-Bueno -murmuró Vermehren.
-¿Nos va a darla fotografía? -preguntó Oribe.
Vermehren asintió. No tenía fuerzas para luchar contra personas tan ávidas. Casi me tienta la compasión, casi lo ayudo... Dejé que se arreglaran entre ellos.
-¿Cuándo la tendremos? -Oribe inquirió.CONTINUARÁ

ADOLFO BIOY CASARES - (Quinta parte)





. Era la hora del té; en grandes tazones enlozados tomábamos unos mates con galleta. Recordé nuestra intención de espiar a Vermehren cuando apareciese en la tranquera.
-Son casi las cinco -dije-. Si no salimos en seguida, no lo vemos. Estamos lejos.
-Desde nuestra pieza estaremos cerca -gritó Oribe.
Lo seguí, resignado. Ya en la pieza (creo haber dicho que la compartíamos), abrió impúdicamente una valija cubierta de rótulos, y con ademán y sonrisa de prestidigitador sacó unos importantísimos anteojos de larga vista. Me hizo una leve reverencia, para que me acercara a la ventana, levantó los ante¬ojos y se puso a mirar. Yo esperaba que me los ofreciera.
A lo lejos, en el bosque, mis ojos divisaban la pequeña tranquera con el techo, y, más allá, un camino angosto que se perdía oscuramente entre los árboles. De pronto apareció una mancha blanca; después fue un caballo, tirando un coche. Miré a mi compañero; no sentía urgencia de prestarme los anteojos. Se los quité, los enfoqué y vi con nitidez un caballo blanco, tirando un coche amarillo, en el que iba tiesa¬mente sentado un hombre vestido de negro. El hombre bajó del coche, y cuando lo vi caminar hacia la tranquera, ínfimo y diligente, tuve la extraña impresión de que en ese acto único veía superpuestas repeticiones pasadas y futuras y que la imagen que me agrandaba el anteojo estaba en la eternidad.
Lo felicité a Oribe por sus anteojos y fuimos a tomar unas copas.
-Caballeros -gritó Oribe, con su voz de rata-. Atención. Después de lo que he visto, no me voy sin conocer «La Adela». El patrón le creyó.
-No le arriendo la ganancia -dijo desapasionadamente-. El dinamarqués tiene enferma la cabeza pero no el pulso. ¿Y usted sabe los perros que hay allí? Si lo agarran, lo dejan como para sembrarlo a voleo, amiguito.
Para cambiar de conversación, le pregunté a Oribe qué amigos tenía en Buenos Aires.
-Carezco de amigos -respondió-. No creo arriesgado, sin embargo, dar ese título al señor Alfonso Berger Cárdenas.
No pregunté más. Sentí que Oribe era un monstruo, o que, por lo menos, éramos dos monstruos de escuelas dife¬rentes. Yo había hojeado un libro de A. B. C., yo había escrito sobre el precoz autor de Embolismo y de casi todos los erro¬res que sin mucho trabajo puede cometer un escritor contemporáneo (casi todos: de acuerdo con su lista de obras, aún le quedaban algunos cuentos y algunos ensayos en preparación). Me parece inútil declarar que hoy pienso de otro modo. Berger es mi único amigo; si me atreviera, diría que es el único discípulo que dejo. Pero entonces le agradecí a Oribe la información, y agregué:
-Me voy a la pieza, a escribir. Lo veré luego.
Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética: lo veo esa noche en la Patagonia, alegre, erróneo y animoso, a la entrada misma de un insospechado laberinto de persecuciones.
A eso de las diez y cuarto salió del hotel. Declaró que iba a caminar, para pensar en un poema que estaba escribiendo. Hacía tanto frío, que eso era una locura desmedida, aun para Oribe. No le creí; no le contesté; lo dejé salir. Partió lúgubremente, como a cumplir un horrible compromiso. Después salí yo. La noche estaba oscura; por más que anduve no lo encontré. Entré en el bosque de pinos. No tengo miedo a los perros; en casa, cuando era chico, siempre había algún perro, y sé tratarlos. Después salió la luna y empezó a nevar. Yo estaba a unos cincuenta metros del hotel, pero nevó fuerte y llegué con las botas sucias. Adentro, Oribe me esperaba, asonsado por el frío. Volvió a hablarme del poema y volví a no creerle. Tomamos unas copas. El poeta las necesitaba; a lo mejor yo también. Le conté mi excursión. Yo de¬bía de estar medio borracho. Me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias, y lo obligué a quedarse hasta el alba, mientras yo charlaba y bebía.
Al otro día me desperté muy tarde. Oribe estaba de pie frente a la ventana, con ojos de asombro y con los brazos abiertos.
-¡Otro mito que muere! -exclamó.
No le pregunté el significado de sus palabras; no quería entenderlas; quería dormir. Pero él continuó:
-En este mismo instante un automóvil entra en «La Adela».CONTINUARÁ

ADOLFO BIOY CASARES - (Cuarta parte)





. Sin embargo, ahí están sus Cantos y baladas. Le agrade o no al lector, son la indisputable adquisición de los hombres, que los cantarán y los elogiarán infatigable¬mente. Ahí está, sobre todo, su conmovido temperamento poético. Carlos Oribe era intensamente literario, y quiso que su vida fuera una obra literaria. Siguió a los modelos de su predilección -Shelley, Keats- y la vida u obra conseguida no es más original que una combinación de recuerdos. Pero ¿qué otro resultado puede lograr la inteligencia más audaz o la fantasía más laboriosa? Nosotros, que lo miramos con una simpatía morigerada por un rutinario sentido crítico, cree¬mos que su paso por la brevísima historia de nuestra litera¬tura será, para siempre, el de un símbolo: el símbolo del poeta.
Vuelvo a ese día en que almorzábamos en General Paz. Como he dicho, la mesa estaba colocada frente a una venta¬na; a través de la ventana, a lo lejos, veíamos el bosque de pinos.
-¿Una estancia? -preguntó alguien (no recuerdo si Oribe, o algún viajante, o yo mismo).
-«La Adela» -contestó el Delegado-. De un tal Vermeh- ren, un dinamarqués.
-Un hombre muy derecho, señores -afirmó el patrón-. Loco por la disciplina.
El Delegado replicó:
-No solamente por la disciplina, don Américo. Viven en 1933, como hace veinte años, en plena civilización, como en una estancia perdida en medio del campo.
Oribe se levantó.
-Brindo por la civilización -gritó con su voz aguda-. Brindo por el aparato de radio.
Pensé que la civilización llegaba a todos los rincones de la República, salvo a nuestro penoso bromista. Los demás lo miraron sin interés. Oribe volvió a sentarse.
-Es un caso increíble y misterioso el de «La Adela» -dijo abstraídamente el Delegado.
¿Increíble y misterioso porque vivían en 1933 como hace veinte años...? Tuve ganas de pedir una explicación, pero temí que Oribe descubriera mi curiosidad y me despreciara. El patrón se retiró taciturnamente. No fue indispensable que yo pidiera la explicación.
-¿Ven esa tranquera? -preguntó el Delegado.
Nos levantamos a mirar. En el bosque de pinos divisamos una tranquera blanca, debajo de un pequeño techo.
-Hace año y medio que nadie entra ni sale por ahí -el De¬legado continuó-: Todos los días, a la misma hora, Vermeh- ren llega hasta la tranquera en un coche de mimbre, tirado por una yegua tordilla. Recibe a los proveedores y se vuelve a la estancia. Casi no les habla. «Buenas tardes», «Adiós». Siempre las mismas palabras.
-¿Podremos verlo? -preguntó Oribe.
-Aparece a las cinco. Pero yo no me pondría a tiro. A pro¬pósito de tiros: Vermehren dijo que de las visitas se encarga¬ría la Browning. Esto lo sé por el peón que pudo fugarse.
-¿Que pudo fugarse?
-Así es. Tiene la gente presa; recluida prácticamente. Dan lástima las muchachas.
Pregunté quiénes vivían en «La Adela».
-Vermehren, sus cuatro hijas, unas pocas mujeres del ser¬vicio y algún peón de campo -respondió el Delegado.
-¿Cómo se llaman las muchachas? -preguntó Oribe, con los ojos muy abiertos.
El Delegado pareció vacilar entre contestar o insultarlo. Contestó:
-Adelaida, Ruth, Margarita y Lucía.
Inmediatamente se demoró en una prolija y totalmente superflua descripción del bosque y de los jardines de «La Adela».
En Buenos Aires conocí la historia de Luis Vermehren. Era el hijo menor de Niels Matthias Vermehren, que tuvo la gloria de ser el único miembro de la Academia Danesa que votó para que se premiara un libro de Schopenhauer. Luis nació alrededor del año 70; tenía dos hermanos: Einar, que siguió como él la carrera eclesiástica, y el mayor, el capitán Matthias Mathildus Vermehren, célebre por la disciplina que imponía a las tripulaciones, por su aspecto andrajoso, por su terrible piedad y por haber muerto, por su propia mano, en la Tierra del Rey Carlos, «después de abandonar como una rata su barco en medio de la noche y del naufragio» (H. J. Molbech, Anales de la Real Marina Danesa, Copenhague, 1906). Einar y Luis Vermehren lograron cierta notoriedad por su lucha contra el Alto Calvinismo; cuando esa lucha ex¬cedió los límites de la retórica y los cielos de la pacífica Dina¬marca se iluminaron con el incendio de las iglesias, intervi¬no el gobierno (Einar comentó después: «En un país liberal, Luis reavivó pasiones que dormían desde hacía trescientos años; si hubiera vivido en el siglo xvi, lo hubiera quemado al mismo Calvino»). Representantes de la Corona pidieron a los pastores arminianistas que firmaran un compromiso (Einar fue de los últimos en firmar), y entonces, como en la sorpresa final de un cuento, se vio que el héroe de la agita¬ción religiosa no había sido él, como se había creído, sino Luis. Éste, en efecto, no admitió concesiones. Aunque su mujer estaba enferma (acababa de tener a su hija Lucía), prefirió salir de Dinamarca. Poco después, en un atardecer de noviembre de 1908 se embarcaron en Rotterdam, hacia la Argentina. La mujer murió en alta mar. Esa muerte fue ines¬perada para Vermehren, que sólo pensaba en sus luchas reli¬giosas y en la traición del hermano; esa muerte fue como un castigo irremisible y como una advertencia atroz; Vermeh¬ren decidió refugiarse con sus hijas en un lugar solitario; de¬cidió irse a la Patagonia, en el fondo de la Argentina, en el fondo de «ese inacabable y solitario país». Compró el cam¬po del Chubut y empezó a trabajar, para ocuparse en algo. Muy pronto lo apasionó el trabajo. Consiguió que le presta¬ran grandes sumas de dinero y, con una disciplina y con una voluntad casi inhumanas, organizó un admirable estableci¬miento, levantó en el desierto jardines y pabellones y en me¬nos de ocho años pagó totalmente su enorme deuda.
Pero sigo con mi relato de esa primera tarde en el Hotel América.CONTINUARÁ