Exijo una explicación.
Se fue. Empecé a levantarme. Volvió al rato; su abatimiento era notorio, casi teatral.
-¿Qué sucede? -le pregunté.
-La prohibición de entrar en el bosque ya no existe... Ya no existe. Una de las muchachas ha muerto.
Salimos lentamente. El patrón nos saludó desde lo alto de un viejo automóvil.
-¿A dónde va? -le preguntó Oribe, con su natural impertinencia.
-A Moreno, a buscar un médico. Al de aquí le cortaría el pescuezo. Lo vi esta mañana para que fuera a la estancia, por el certificado; ahora me avisan de la estancia que no ha ido. Mando un chico a su casa y le dicen que se fue al Neuquén.
Un viajante nos preguntó si iríamos al velorio. Oribe le aseguró que no.
-Pueden ir -dijo el patrón-. Va todo el pueblo.
La decisión de Oribe era firme. Tal vez tuviera razón; ir al velorio tal vez fuera desagradable; pero me irritaba que tomara decisiones por mí y que se metiera en mis cosas.
A la tarde no sabíamos qué hacer. No podíamos irnos, porque hasta el día siguiente no había ómnibus. Toda la gen¬te de General Paz estaba en el velorio. No teníamos ganas de conversar. Yo pensaba en la muchacha muerta. Oribe también, seguramente. No me atreví a preguntarle si sabía el nombre de la muchacha (en general lo trataba con autoridad; sin embargo, en algunas ocasiones me cuidaba vergonzosamente, como si temiera su opinión).
Por fin, me preguntó:
-¿Vamos al velorio?
Acepté. Fuimos caminando, porque no quedaba ningún vehículo en General Paz. Era casi de noche cuando cruzamos la tranquera de «La Adela», en silencio, con una compartida solemnidad que ha de parecer una tontería, o un presagio. Oribe murmuró:
-Con tal que hayan atado los perros.
-¿Cómo no van a atarlos -repliqué-, si invitan al velorio?
-Yo no me fío en los rústicos -aseguró, mirando para to¬dos lados.
Durante unos diez minutos seguimos por ese camino en¬tres árboles. Después llegamos a un lugar abierto (pero rodeado, de lejos, por arboledas). En el fondo estaba la casa. Alguna vez, en fotografías de Dinamarca, habré visto casas parecidas a la de Vermehren; en la Patagonia resultaba asombrosa. Era muy amplia, de altos, con techo de paja y pa¬redes blanqueadas, con recuadros de madera negra en las ventanas y en las puertas.
Llamamos; alguien nos abrió; entramos en un vasto corredor muy iluminado (extraordinariamente, para una casa de campo), con las puertas y las ventanas pintadas de azul oscuro, con estanterías repletas de objetos de porcelana o de madera, con alfombras de colores brillantes. Oribe dijo que al penetrar en la casa tuvo la impresión de penetrar en un mundo incomunicado, más incomunicado que una isla o que un buque. Realmente, los objetos, las cortinas y las alfombras, el rojo, el verde o el azul de las paredes y los marcos, determinaban un ambiente de interior casi palpable. Oribe me tomó del brazo y murmuró:
-Esta casa parece levantada en el centro de la tierra. Aquí ninguna mañana tendrá cantos de pájaros.
Todo esto era un afectada exageración, una desagradable exageración; pero lo repito porque expresa con bastante fidelidad lo que podía sentirse al entrar en la casa.
Pasamos luego a un enorme salón, con dos grandes chimeneas en cuyos hogares crepitaban las ramas de los pinos en violentas fogatas. En la penumbra de un ángulo distante, percibí un grupo de personas. Alguien se levantó y vino des¬de allí a recibirnos. Reconocimos al Delegado.
-El señor Vermehren está muy abatido -nos anunció-. Muy abatido. Vengan a saludarlo.
Lo seguimos. En un sillón alto, rodeado de hombres calla¬dos, estaba Vermehren, vestido de negro, con la cara (que me pareció blanquísima y carnosa) reclinada sobre el pecho. El Delegado nos presentó. Ningún movimiento, ninguna respuesta, señaló que la presentación fuera oída, o que Vermehren viviera. El grupo continuó en silencio. Al rato, el Delegado nos preguntó:
-¿Quieren verla? -Extendió un brazo-. Está en ese cuarto. Las muchachas la velan.
-No -me apresuré a contestar-. Hay tiempo.
Miré hacia arriba. El salón era muy alto. En uno de los extremos había un coro o entrepiso, que ocupaba todo el an¬cho. Al frente, el coro tenía una balaustrada roj a; en el fondo, se veían dos puertas rojas. Un grueso cortinado verde, como
un telón de teatro, colgaba del entrepiso, cubriendo un ex¬tremo del salón.
Oribe se apoyó desaprensivamente en una lámpara de pie, con águilas, que estaba al lado de Vermehren. Me preguntó con alguna timidez:
-¿En qué piensa?
En seguida le mentí:
-Pienso que hace mucho que no escribo nada para el diario. No encuentro tema.
-¿Y esto...? -preguntó Oribe.
-Es claro -dijo el Delegado.
-No. No me atrevo -respondí.
El Delegado insistió:
-Sería un honor para el señor Vermehren.
-Todavía -dije- si tuviera una fotografía de la muchacha.
Me sentí definitivamente canallesco; el Delegado y Oribe acogieron con entusiasmo la sugerencia.
-Señor Vermehren -exclamó el Delegado, en voz muy alta y con alguna indecisión-. El señor, aquí, es de los diarios. Quisiera escribir una notita necrológica.
-Gracias -murmuró Vermehren. No hizo ningún ademán. La cabeza estaba reclinada sobre el pecho. Yo me estremecí, como si hubiera hablado un muerto-. Gracias. Cuanto menos se hable, mejor.
-El señor -insistió el Delegado, señalándome con el dedo- sólo pide una fotografía. Indispensable para la nota.
-Su hija la merece -apoyó Oribe, cándido y despiadado.
-Bueno -murmuró Vermehren.
-¿Nos va a darla fotografía? -preguntó Oribe.
Vermehren asintió. No tenía fuerzas para luchar contra personas tan ávidas. Casi me tienta la compasión, casi lo ayudo... Dejé que se arreglaran entre ellos.
-¿Cuándo la tendremos? -Oribe inquirió.CONTINUARÁ