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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

lunes, 11 de noviembre de 2013

Alondra VALEY - A LAS DOCE DE LA NOCHE



-FOTO:Mis Flores

Alondra Valey
A LAS DOCE DE LA NOCHE

Se ha terminado un día. Sólo quedan los minutos para una nueva magia.
Los ojos perecen tristes. Es que otro día ha llegado y con él las vanas fantasías de todo lo que no quiere dejarse. De todo lo que se soporta aunque haga daño. Cada día, con asombro, nos vamos olvidando de detalles, hasta que un clic nos vuelve a la realidad y el brillo de los pretéritos se conjuga en presente.
Dicen que lo que duele se va como último pasajero. Pero antes debemos abandonar el tren para no tomar otro con los pasajes impagos. Las deudas que no saldemos con nuestro corazón, habrá quien las pague…Pero no es justo.

La nueva luna deberá juntar las ilusiones de los que no tienen deuda, de los que saben reconocer la verdad de sus sentimientos, de los que nunca se mienten así mismos. De los que no son capaces de besar una boca, pensando en otra boca lejana. De los que se toman su tiempo y deciden sus destinos. De los valientes que afrontan la verdad y saben darse las respuestas.
De un amanecer que los sorprende y no buscaron. De una luna sin eclipse. De una sonrisa cautivante. De una mano necesaria en la caricia nueva. De unos ojos llenos de dos en esperanza. De agradecer la vida que siempre trae agua fresca a los labios de los sedientos. Desterrando el recuerdo;
haciendo florecer el JARDÍN DE LOS ABRAZOS DE LA TERNURA QUE SE PROCLAMA VIDA

Diego Lopez - ALBEDRÍOS PEREGRINOS




Diego Lopez


Hay alas que se despliegan amén de los presidios
encarcelando el cuerpo más no los pensamientos.
Hay albedríos surcando firmamentos desde antes
esperando el abrazo de las almas con sus anhelos.

Hay libertad en el silencio que resguarda adentros
pronunciando la sapiencia que legan las soledades.
Hay redención en los pecados de cárceles vetustas
que condonan los pretéritos de tiempos muertos.

Y los sueños atestados de primaveras en los estíos
reverdecerán en la brisa… de aleteos sobre éteres.
Y la esperanza colmada de otoños sobre inviernos
renacerá perpetua en la lágrima del ave peregrina.


Título: ALBEDRÍOS PEREGRINOS
Autor: Diego López (Argentina)
Imagen tomada de la red

ADOLFO BIOY CASARES (Tercera parte)





Le razoné mi elogio de Cantos y baladas (aclaro: no sentía ni siento necesidad de justificarlo) y recordé algunos versos que me habían parecido felices. De pronto me vi efusivamente palmeado y congratulado.
-Excelente, excelente -repetía Oribe, en un tono que manifestaba una generosa intención de estimularme.
No debe creerse que este diálogo nos distanció. Dos días después hicimos juntos el viaje a Bariloche. En ese intervalo había ocurrido la terrible desgracia.
Los únicos pasajeros del ómnibus éramos una señora en¬lutada, Oribe y yo. Nosotros estábamos tristes y no teníamos ganas de hablar; era evidente, en cambio, que la pobre vieja quería iniciar cualquier conversación. El ómnibus se detuvo a cargar nafta. Bajamos a caminar. Oribe me dijo con insos¬pechada dureza:
-No estoy dispuesto a darle el gusto.
Se refería, naturalmente, a la pobre mujer. Yo creía que una conversación con ella era nuestro poco fascinador pero no espantoso destino. Un rato después, la señora se aventuró a preguntarme si el próximo pueblo era Moreno; estaba a punto de contestarle, cuando, sentándose con las piernas cruzadas en el piso del ómnibus y levantando los brazos y mirándome en los ojos, Oribe gritó con su horro¬rosa voz:

-Sentados en el suelo, que al fin es la verdad,
narremos con tristeza las muertes de los reyes,
y hablemos de epitafios, de tumbas, de gusanos.

Se dirá: esto era pueril, desmedido, inoportuno. Pero había, tal vez (entre los confusos motivos de Oribe), una intención benévola: combatir nuestra melancolía. La señora se rió mucho y los tres nos pusimos a conversar. Se dirá (también): esto era lo que Oribe quería impedir. Pero no olvidemos que él era sensible a cualquier homenaje, y que la señora, como tantas personas que lo conocieron, estaba notoria¬mente impresionada. Yo oculté mi impresión: creí reconocer en aquellos versos la improvisada traducción de unos de Shakespeare, y en esa típica ocurrencia de Oribe la reproducción de una de Shelley.
Pero no quiero sugerir que todos los actos de Oribe fueran plagios. Hay anécdotas que retratan a los hombres. Esa tarde, mientras intentaba dormir una siesta, oí la voz de Oribe, que parecía venir del jardín y que repetía, inextinguible como el ave fénix, la muerte de Tristán. Finalmente decidí proponerle que tomáramos un café. Cuando salí al jardín, Oribe no estaba. El patrón apareció en la puerta; le pregunté si lo había visto.
-No -gritó Oribe, desde lo alto-. Nadie me ha visto -y continuó sin ningún pudor-: Estoy aquí, en el árbol. Yo siempre me trepo a un árbol cuando quiero pensar.
Ese mismo día, al anochecer, conversábamos con algunos viajantes y con el Delegado. Oribe parecía interesado en la con¬versación. De pronto empieza a dar signos de creciente impa¬ciencia y, por fin, corre hacia el interior de la casa. La persona que hablaba olvida lo que estaba diciendo; los demás preten¬demos disimular nuestro asombro. Oribe vuelve; su rostro ex¬presa la beatitud del alivio. Le pregunto por qué se había ido.
-Por nada -responde con ingenua tranquilidad-. Fui a ver una silla. No recordaba cómo eran las sillas.
Temo haber dado una impresión inexacta de mi pensa¬miento sobre Oribe; nada es más difícil que lograr la expre¬sión justa: no ser deficiente, no excederse. He releído estas páginas y temo que la maliciosa, o distraída, o aparentemen¬te justificada conclusión pueda ser que la originalidad que yo le concedo a Oribe se agote en dos anécdotas más o menos grotescas.

ADOLFO BIOY CASARES - (Segunda parte)




FOTO de la Red

RELACIÓN DE TERRIBLES SUCESOS
QUE SE ORIGINARON MISTERIOSAMENTE EN GENERAL PAZ
(GOBERNACIÓN DEL CHUBUT)
Fue en la clara desolación de General Paz donde conocí al poeta Carlos Oribe. El diario me había mandado en una gira para que descubriera deficiencias del gobierno y pruebas del abandono en que se tenía a la Patagonia; para la completa satisfacción de ambos propósitos era superfluo que yo hiciera el viaje; pero, como el candor de los hombres de negocios es inapelable, partí, gasté, me cansé; especialmente cansado y polvoriento llegué en un obstinado mediodía, en ómnibus, al Hotel América, de General Paz. El pueblo comprende ese inconcluso y tal vez amplio edificio, un surtidor de nafta con los colores patrios, la Delegación municipal, y, seguramente, alguna casa más de las que agotan su imagen en mi re¬cuerdo; imagen casi nula, pero asociada a una experiencia terrible: lo que hice, lo que haré, ya nada importa: en la vida, en el sueño, en el insomnio, no soy más que la tenaz memo¬ria de esos hechos. Todo, aun las primeras impresiones del día -el olor a madera, paja y aserrín, de la casa de comercio (que era una dependencia del hotel), las calles blancamente polvorientas, iluminadas por un sol vertical, y, a lo lejos, desde la ventana, el bosque de pinos-, todo quedó contaminado de un siniestro y más o menos preciso valor simbólico. ¿Puedo rememorar la sensación que tuve la primera vez que vi ese bosque? ¿Puedo imaginarlo como una simple arbole¬da, de presencia un poco inverosímil en esa empedernida esterilidad, pero todavía no alcanzado por los horrores que evoca para siempre?
Cuando llegué, el patrón me condujo hasta una pieza en que había equipajes y ropas de otro viajero, y me pidió que no tardara, porque el almuerzo estaba listo. No me apresuré; un rato después, consciente de mi lentitud, entré en ese comedor, donde oiría el principio de la historia que iba a alterar, con secreta violencia, la vida de tantas personas.
En el comedor había una mesa larga. El patrón retiró un poco la silla y, sin levantarse, me presentó a cada una de las personas que estaban allí: el Delegado municipal, una viajante de comercio, otro viajante de comercio... La esperanza de no ver después del día siguiente ninguna de esas caras, y, sobre todo, el victorioso estruendo de la radio, me disuadieron de escuchar. Pero oí claramente un nombre -Carlos Oribe- y con una sonrisa que todavía no estaba enterada de mi asombro, de mi incredulidad, extendí la mano a un jovencito de voz tan aguda y tan desagradable que parecía fingida. Tendría unos diecisiete años; era alto y encorvado; su cabeza era chica, pero una desordenada cabellera le confería un volumen extraordinario; parecía muy corto de vista.
-Ah, ¿usted es Oribe? -le pregunté-, ¿El escritor?
-El poeta -respondió sonriendo vagamente.
-No lo imaginaba tan joven -dije con sinceridad- ¿Ha oído mi nombre?
-No, señor. No escucho las presentaciones.
-Soy Juan Luis Villafañe -afirmé con la convicción de haber dado un informe completo.
Ahora deberé informar, tal vez, que hacía pocos meses yo había publicado en Nosotros un artículo titulado «Una pro¬mesa argentina» en que saludaba el libro de Oribe. Es verdad que en Cantos y baladas había encontrado una firme ignorancia, infaltable entre los jóvenes escritores de algún brillo, de las tradiciones y de los temas vernáculos, un estudio escrupuloso, casi diría una imitación ferviente, de modelos extranjeros, y, lo que es desalentador, mucha vanidad, algún afeminado capricho y no poca despreocupación de la sintaxis y de la lógica; pero también es cierto que en todo el libro puede advertirse un certero instinto poético y una pasión por la literatura, tal vez menos discreta que avasalladora, pero siempre hermosa. No hay escasez de genios -o, por lo menos, de personas que obran como si fueran genios-; me apresuro a reconocer que es lícito confundir a Oribe con ellas; sin embargo, no creo que sea ilícito indicar una distinción: esas personas tienen una indiferencia esencial por el arte; por esta distinción, que tal vez no sea interesante, que tal vez no alcance a los libros, yo saludé la entrada de Oribe en nuestras letras.
-Mire, si nos conocemos -prorrumpió Oribe con su voz más estridente-, la radio me dejó sordo también de la me¬moria.
Antes que dijera algo irreparable, le expliqué:
-Pensé que usted recordaría mi nombre porque yo escribí sobre su libro, en Nosotros.
Su cándido rostro se iluminó con el más franco interés.
-Ay, qué lástima -exclamó, súbitamente compungido-. No lo leí. Nunca leo diarios ni revistas. Leo La Nación, cuando publica mis poemas.

ADOLFO BIOY CASARES - El perjurio de la nieve (Primera parte)



RELATO QUE SE PUBLICARÁ EN EPISODIOS


ADOLFO BIOY CASARES
El perjurio de la nieve

FOTO: de la Red

La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el Tiempo: el pasado se aleja con inexorable rapidez. De la angosta calle Corrientes perduró más alguna de sus casas que su memoria; la segunda guerra mundial se confunde con la primera y hasta «las treinta caras bonitas» del Porteño están dignificadas por nuestra amnesia; el entusiasmo por el ajedrez, que levantó efímeros quioscos en tantas esquinas de Buenos Aires, donde la población competía con lejanos maestros cuyas jugadas resplandecían en tableros allegados por televisión (presunta), se ha olvidado tan perfectamente como el crimen de la calle Bustamante, con el Campana, el Melena y el Silletero, la Afirmación de los civiles, los entre¬veros y las «milongas» en las carpas de Adela, el señor Baigo- rri, que fabricaba tormentas en Villa Luro, y la Semana Trágica. Entonces no deberá asombrarnos que, para algún lector, el nombre de Juan Luis Villafañe carezca de evocaciones. Tampoco nos asombrará que la historia transcripta más adelante, aunque hace quince años sobrecogió al país, hoy se reciba como la tortuosa invención de una fantasía desacre¬ditada.
Villafañe fue un hombre de vastas aunque indisciplinadas lecturas, de insaciable curiosidad intelectual; disponía, ade¬más, de ese modesto y útil sustituto del conocimiento del griego y del latín que es el conocimiento del francés y del in¬glés. Colaboró en Nosotros, La Cultura Argentina y otras re¬vistas, publicó sus mejores páginas anónimamente, en los diarios, y fue el autor de muchos discursos de la buena época de más de un sector del Senado. Confieso que me agradaba su compañía. Sé que llevó una vida desordenada y no estoy seguro de su honestidad. Bebía copiosamente; cuando esta¬ba borracho, contaba sus aventuras con ordenada crudeza. Esto impresionaba, porque Villafañe era «aseado para ha¬blar» (como decía uno de sus mejores amigos, un compo¬sitor de Palermo). Hacia el amor y las mujeres tenía un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional. De su aspecto físico recordaré el parecido del rostro con el de Voltaire, la frente elevada, los ojos nobles, la nariz imperiosa y la escasa estatura.
Cuando publiqué una recopilación de sus artículos, al¬guien quiso ver similitudes entre el estilo de Villafañe y el de Tomás De Quincey. Con más respeto por la verdad que por los hombres, un comentarista anónimo, en Azul, escribió: «Admito que el chambergo de Villafañe es grande; no ad¬mito que ese desmesurado atributo, ni tampoco el apodo enano sombrerudo o, más exacta pero más cacofónicamente petiso sombrerudo, basten para denunciar una identidad, si¬quiera literaria, con De Quincey; pero convengo, en que nuestro autor (medidas las personas) es un peligroso rival para el mismo Jean-Paul (Richter)».
A continuación reproduzco su relato de la terrible aven¬tura en que fue algo más que espectador; aventura que no es tan diáfana como aparece al primer examen. Todos los protagonistas han muerto hace más de nueve años; hace por lo menos catorce que ocurrieron los hechos relatados; tal vez
alguien proteste y diga que este documento saca del merecido olvido hechos que nunca debieron recordarse, ni ocu¬rrir. Yo no discuto esas razones; yo, meramente, cumplo la promesa que me arrancó en la noche de su muerte mi amigo Juan Luis Villafañe, de publicar, este año, el relato. Sin embargo, atendiendo hipotéticas susceptibilidades, alguna que otra vez me he permitido ingenuos anacronismos y he introducido cambios en las atribuciones y en los nombres de personas y de lugares; hay otros cambios, puramente for¬males, sobre los que apenas debo detenerme. Bastará decir que Villafañe nunca se ocupó del estilo y que, por eso, observaba normas severísimas: puntualmente suprimía cuan¬to «que» fuera necesario a su texto, y en trance de evitar re¬peticiones de palabras no había oscuridad que lo arredrara. Pero mis correcciones no lo hubieran ofendido. Creía que Shakespeare y que Cervantes eran meramente perfectos, pero no ignoraba que él escribía borradores. A pesar de los cambios señalados, que sólo para mi escrúpulo no son in¬significantes, la relación que hoy publico es la primera que expone con exactitud y que permite comprender una trage¬dia, de la que nunca se conocieron las causas ni la explica¬ción, aunque sí los horrores.
Añadiré, para terminar, que algunas opiniones de Villafañe sobre el llorado, sobre el inmortal Carlos Oribe (de cuya amistad me siento cada día más orgulloso), provenían, simplemente, de su varonil pero indiscriminada aversión por todos nosotros, los jóvenes.
A.B.C.

Alondra VALEY - LOS PAYASOS





FOTO:LEN LUQ HUAN
Son como almas perdidas que fueron enviadas para hacer reír- Son almas que han sufrido mucho y conocen las tristezas de los demás. Son almas que vagan buscando Amor. Son almas que saben en dónde está lo humano de los hombres y saben tocar la varita de las más íntimas fibras del ser. Saben carcajadas del afuera, mientras lloran por dentro. Saben de piruetas para demostrar que sus cuerpos todavía suenan, saltan y responden a sus órdenes, pero han perdido el poder de gobernar sus almas. Tienen sentimientos de ángeles. EL PAYASO tiene voces de niños que resuenan en los escenarios montados para el designio de sus misiones: REIR Y REÍR- HACER REÍR- Reír de la simple risa del que no sostiene la verdad; la crea, la transforma, la mueve y la vive en los momentos más tristes, pero como en los poetas, esos son los más fructíferos…
A los miles de PAYASOS del mundo. -¡GRACIAS! Por enseñarnos algo tan simple como a saber reírnos de nosotros mismos y disfrutar con los demás, el milagro de reconocernos…
http://youtu.be/K5f_AG-SR24