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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

jueves, 14 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Décima parte)





Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió. No podía vivir más de tres meses.
-Dar el certificado -interpreté sin entusiasmo- era admi¬tir un error profesional...
El doctor Battis se restregó las manos.
-Si quiere verlo así -comentó- no tengo inconveniente. Pero le prevengo: después de la fecha de mi examen la seño¬rita Vermehren no pudo vivir más de tres meses. Le conce¬do: cuatro meses; cinco. Ni un día más.
Regresé a General Paz esa misma noche; a la mañana si¬guiente tomé el avión para Buenos Aires. Durante el viaje tuve sueños; mis emociones y acaso la tenacidad del movi¬miento y del cansancio debieron regir esas horribles fanta-
sías. Yo era un cadáver, y, en el sueño, el deseo de acabar el viaje era el deseo de que me enterraran. Soñé que todos mis amigos eran fantasmas de personas que se habían muerto; muy pronto morirían también como fantasmas. Un temor no especificado me impedía mirar la fotografía de Lucía Ver¬mehren: ya no era una fotografía lo que yo miraba, lo que yo adoraba, lo que yo tocaba. Después hubo un cambio atroz; cuando volví a mirarla, aunque nunca dejé de mirarla, se me castigó por esa interrupción retrospectiva: la imagen se ha¬bía borrado, quedaba un papel en blanco y supe definitiva¬mente que Lucía Vermehren estaba muerta.
Llegamos al atardecer. Yo estaba cansado, pero ésa era mi última tarde en Buenos Aires y quería verlo a Berger Cárde¬nas antes de irme a Chile. Llamé por teléfono a su casa; me atendió él mismo y me dijo que no estaba; le dije que lo visi¬taría a la noche.
Han pasado años desde esa entrevista; sin embargo, al evocarla hoy, vuelvo a sentir el mismo arrepentimiento y el mismo asco. Berger debió quedar como un símbolo, su mero recuerdo como un incesante conjuro de esos horrores; pero tan inescrutable es el desarrollo de nuestros sentimientos que ese hombre llegó a ser el más conspicuo de mis amigos, y, me atrevo a agregar, durante las inextinguidas miserias de mi larga enfermedad, el mejor enfermero y el mejor sirviente.
Entre perros enormes, que silenciosamente surgían y vol¬vían a desaparecer en la oscuridad, seguí a un evasivo por¬tero, por una serie de patios irregulares y después por un jar¬dín donde había un pabellón con una escalera exterior, y un solo árbol, que en la noche parecía infinito. Subimos la esca¬lera, abrimos la puerta y entré en una pieza vivamente ilumi¬nada, con las paredes cubiertas de libros. Congestionado y benévolo, Berger se levantó de un horrible sillón con brazos metálicos y avanzó a recibirme.
No perdí tiempo en amabilidades. Le pregunté si Oribe había escrito algo sobre el viaje a la Patagonia.
-Sí -contestó-. Un poema. Lo conservo todavía.
Abrió un cajón atestado de papeles revueltos y sucios; hurgó ahí adentro y al rato sacó un cuaderno de tapas rojas. Se dispuso a leer.
-Yo se lo copié -declaró-. De mi puño y letra.
-No tiene importancia -dije; le saqué el cuaderno-. Des¬cifro las peores escrituras.
El título me hizo estremecer: Lucía Vermehren: un recuerdo.CONTINUARÁ...

ADOLFO BIOY CASARES - (Novena parte)




Era un jueves. Unos amigos me consiguieron para el do¬mingo un asiento en el avión de la línea militar a Bariloche; para el miércoles, saqué boleto en el avión que va a Chile.
Visité sin ninguna esperanza a una tal Bella, una amiga dinamarquesa, casada con un ingeniero que trabajaba en Tres Arroyos. Me parecía que no bastaba que una persona hubiera nacido en Dinamarca para que supiera la historia de los Vermehren; esto sólo en apariencia era razonable, por¬que en el país no hay muchos dinamarqueses, de manera que todos tienen noticias de los demás, o saben quién puede tenerla. Bella me presentó a un señor Grungtvig, de Tres Arroyos, que estaba de paso en Buenos Aires. Esa noche, en el Germinal, mientras oíamos tangos, Grungtvig me dijo casi todo lo que sé de Vermehren. La noche siguiente volvimos a reunimos. Me completó los datos sobre Vermehren y vimos la madrugada, melancólicos y fraternos, conversando sobre la estéril, sobre la decorosa repugnancia que todos tenemos por las autoridades, convencidos del porvenir desesperado de la vida política en la tierra y, en especial, en la Re¬pública; pero no sentíamos como una desdicha nuestras predicciones y nuestra resignación; los tangos, que llegaban a ser Una noche de garufa, La viruta y El Caburé, nos anima¬ban, al dinamarqués y a mí, de un secreto patriotismo co¬mún, de una indiscriminada voluntad de acción, de una jubilosa agresividad.
El domingo al atardecer llegué a Bariloche. Convine con el chauffeur que me llevó desde el aeródromo hasta el hotel, que a la mañana siguiente iríamos a General Paz.
Salimos temprano y pasamos todo el día viajando. Le pregunté al chauffeur si el doctor Battis seguía atendiendo en General Paz. El hombre no sabía nada de General Paz.
Llegamos. Bajé, cubierto de tierra y enfermo de cansancio, en la casa del médico. Me abrió la puerta el doctor Battis; se presentó él mismo y me extendió una mano extraordi¬nariamente pálida, húmeda y fría. Era de escasa estatura; tenía el pelo y el bigote partidos en mitades iguales, con rayas al medio y ondas paralelas. Me ofreció un horrible bre¬baje, que resultó ser un vino que él mismo preparaba, alabó su aparato de radio (le permitía «oír el Colón y los discursos de una cantidad de señores con puestos públicos») y me in¬vitó a sentarme. Cuando supo que yo era periodista y, después, que no intentaba hacerle un reportaje, perdió gradual¬mente la amabilidad. Lo interpelé:
-Vine a preguntarle por qué usted no quiso ir a «La Adela», a dar el certificado de defunción de Lucía Vermehren.
Abrió mucho los ojos y pensé que le hubiera gustado lle¬varse el aparato de radio y hacerme vomitar (lo que no era difícil) su absurdo brebaje. Sin duda quería darse importan¬cia y hablar; pero no hablar del asunto Vermehren. Su actitud era justificable: ignoraba hasta dónde podría llevarlo nuestra conversación y ninguna persona decente quiere tratos con la policía. Antes que respondiera, le expliqué:
-Elija entre hablar conmigo o con las autoridades. Si habla conmigo no va a arrepentirse. Yo hago esta investigación por mi cuenta y no pienso comunicar a nadie los resultados. Elija.
El hombre se tragó un vaso de su propio vino y pareció reanimarse
-Bueno -exclamó triunfalmente- si me promete discreción, hablaré.

ADOLFO BIOY CASARES - (Octava parte)






En Buenos Aires lo vi muy poco. Sé, por las mujeres de la pensión, que llamó por teléfono algunas veces, cuando yo no estaba. El último recuerdo que me dejó, y el más vehemente, es el de una noche que entró en el diario, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados.
-Quiero hablarle -gritó.
-Lo escucho.
-Aquí no -miró alrededor-. A solas.
-Lo siento -le dije-. Todavía me falta media columna.
-Esperaré -dijo.
Se quedó de pie, inmóvil, mirándome fijamente. Tal vez no lo hiciera para incomodarme; su mirada me incomodó: «No me vas a ganar», pensé, y con toda calma, casi diría con lentitud, seguí redactando el suelto.
Cuando salimos llovía y hacía frío. Oribe trató de tomar el lado de las casas, en la vereda; tomó el otro. Lo vi empaparse y empezar a toser. Antes de hablarle, dejé que pasara un rato.
-¿Qué quiere? -le pregunté.
-Invitarlo a un viaje. A Córdoba. Yo pago todo.
No solamente era rico: tenía la insolencia del dinero. Me indignaba, además, que se creyera tan amigo. ¿Por qué yo iba a acompañarlo en un viaje? El de la Patagonia había sido casual.
-Imposible -le dije.
Hoy tengo la satisfacción de haber sido atento; de haber agregado:
-Mucho trabajo.
Insistió quejosamente y sólo consiguió aumentar mi irritación. Cuando se convenció de que no lo acompañaría, me dijo:
-Tengo que suplicarle una cosa.
Me parecía que ya había suplicado bastante. Siguió:
-No quiero que sepan que me voy a Córdoba. Le pido por favor que no se lo diga a nadie.
No les pregunté a las mujeres si llamó. En cuanto al secreto del viaje, ignoro si lo guardé; creía entonces, y a veces lo creo todavía, que Oribe nunca ha de haber querido que nadie le guarde ningún secreto. Pero tengo la conciencia tranquila: nada, ni mis palabras, ni mi silencio, pudo modificar los hechos que luego ocurrieron.
Dos meses después de esa noche en que mis ojos desafectos lo vieron perderse, conmovido y fútil, en la exaltada iluminación de Buenos Aires, dos meses después de esa noche en que penetró en una limitada geografía de angustia y de persecución, un carabinero lo encontró muerto en un lejano jardín de la ciudad de Antofagasta. Luis Vermehren, deteni¬do a los pocos días por la policía, confesó el asesinato; pero ni los especialistas locales, ni los que se enviaron desde San¬tiago, lograron que explicara los motivos que tuvo para co¬meterlo. Sólo pudieron averiguar que Oribe había pasado por Córdoba, Salta y La Paz, antes de llegar a Antofagasta, y que Vermehren había pasado por Córdoba, Salta y La Paz antes de llegar a Antofagasta. Tomé el asunto con tranquilidad. Pensé escribir una serie de artículos que narraran la persecución de Oribe por Vermehren y aludir paralelamente a las persecuciones de las luces por la Iglesia. Esta excelente idea quedó abandonada, porque me convencí de que debía hacer algo más; no sin mucho trabajo logré que el mismo di¬rector que me había mandado tan superfluamente a la Pata
gonia me permitiera ir, por cuenta del diario, a donde yo quisiese, en el país o fuera de él, para ocuparme del asesinato de Oribe.

ADOLFO BIOY CASARES - (Séptima parte)





-Cuando venga una de las muchachas. Estoy cansado, por eso no voy yo mismo.
-Nunca lo permitiría -dijo Oribe, con dignidad. Inmediatamente insistió-: ¿Dónde la tiene?
-En mi dormitorio -balbuceó Vermehren.
Oribe estaba rígido, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Después, con un brusco movimiento, como en una brusca inspiración, pasó al otro lado del cortinado verde. Apareció en lo alto del coro; se detuvo entre las dos puertas, indeciso. Abrió la puerta de la izquierda y desapareció.
El Delegado miraba plácidamente hacia el coro. Abrió mucho los ojos.
-¿Cómo? -articuló.
Había que inventar una explicación, evitar una rápida catástrofe.
-Es un poeta, un poeta -repetí con fatuidad.
Oribe apareció de nuevo, se perdió hacia abajo, surgió detrás del cortinado. Traía en la mano una fotografía. Yo quise verla; se la tendió a Vermehren. Temblando, le oí preguntar:
-¿Es ésta?
Durante un tiempo que me pareció largo, pero que tal vez fue la fracción de un segundo, Vermehren siguió inmóvil, con la cabeza reclinada sobre el pecho, como adormecido en el dolor. Después, como si la proximidad de la fotografía lo reanimara, se irguió. Encendió la lámpara. Era flaco y alto, y en su rostro carnoso, blanco y femenino, los labios tenues y los grandes ojos celestes parecían expresar una impávida crueldad.
En ese momento entró una de las muchachas. Puso una mano sobre un hombro de Vermehren y dijo:
-Ya sabes: no te conviene agitarte.
Apagó la lámpara y se alejó.
Según Oribe, el Delegado comentó después la insistencia con que yo había mirado a la muchacha.
Me fui a sentar en un sofá, junto a una portada que se comunicaba por un corredor con el cuarto en donde estaba la muerta. Por ahí pasaban los que iban a mirarla. Estuve mu-
cho tiempo; tal vez, horas. Vi pasar a una de las muchachas. Lo vi pasar a Oribe; lo vi salir; me rehuyó la mirada; tenía lá¬grimas en los ojos. Vi pasar a otra muchacha.
Por fin me levanté y le dije a Oribe que nos fuéramos de la casa. No quiero ver personas muertas: después no puedo recordarlas como vivas. Le pregunté si tenía la fotografía; me respondió afirmativamente, con una voz temblorosa. Cuan¬do estuvimos afuera se la pedí. Había tan poca luz que ape
nas pudimos encontrar el camino.
En el hotel, Oribe pidió un anís; yo no quise beber. Me dormí poco antes de las ocho de la mañana. La noche se hbía acabado en seguida, aunque estábamos tristes, callados y despiertos. Creo que Oribe no durmió.
Al rato me desperté; no tenía ánimo para nada y me que¬dé en la cama hasta el mediodía. Oribe fue al entierro. Des¬pués tomamos el ómnibus y emprendimos el regreso a Bue¬nos Aires (por Bariloche, Carmen de Patagones y Bahía Blanca). Esa primera tarde, Oribe estaba muy deprimido; sin embargo, hizo más payasadas que nunca.
Antes de separarnos me pidió que le mostrara por una úl¬tima vez, la fotografía de Lucía Vermehren. La tomó con an¬siedad, la miró de muy cerca durante algunos segundos y bruscamente cerró los ojos y me la devolvió.
-Esta muchacha -murmuró como buscando la expresión-, esta muchacha estuvo en el infierno.
Confieso que no reflexioné si había algo de justo en sus palabras; le dije:
-Sí, pero la frase no es suya.
-Eso no tiene la menor importancia -afirmó con aplomo y yo sentí que le había revelado la pobreza contumaz de mi espíritu-. Los poetas carecemos de identidad, ocupamos cuerpos vacíos, los animamos.
Ignoro si tenía razón. He justificado algunos de sus actos atribuyéndolos a un deseo, tal vez inmoderado, de improvisar una personalidad; quizá hubiera sido más justo imputar¬los a motivos literarios, pensar que él trataba los episodios de su vida como si fueran los episodios de un libro. Pero lo que no puedo ignorar es que sus palabras ante la fotografía de Lu¬cía Vermehren, aunque sean ajenas, reclaman para él ese po¬der adivinatorio que la antigüedad atribuía a los poetas.

“Complicada mujer de tarde” por Guillermo Samperio



--Mis Flores


Guillermo Samperio R
Hace 25 minutos cerca de México, D. F. ·
“Complicada mujer de tarde”
por Guillermo Samperio
a Neda
y Enrique Anhalt (i.m.)
Tomaron el habitual acuerdo de encontrarse a las seis de la tarde, en un café del centro de Coyoacán. Usted sabe a la perfección que la mujer es puntual, exacta como la lenta caída del sol; por ello usted llegó diez minutos antes, buscando la tranquilidad. Además, le gusta verla arribar a los sitios entre las sombras vespertinas, en sus entallados pantalones de pana café oscuro o verde seco, bajo su cabello rojizo, rizado y corto. Le gusta la manera en que levanta el brazo para saludarlo desde la sonrisa lejana de su rostro trigueño, la forma cadenciosa en que se abre paso entre las mesas. Luego, usted se levanta y la recibe con un beso en la mejilla, la invita a sentarse, le acomoda el asiento a sus espaldas, le musita algún elogio a sus zapatos cafés de tacón bajo, sobrios como la luz ocre que se estampa en los muros de la iglesia de San Juan Bautista. Usted prefiere que ella inicie la conversación, pues la sabe llena de palabras, muchas y diversas palabras, descripciones jocosas, experiencias que se han disipado pero que toman fuerza en los recuerdos de ella. También le gusta escucharla por su voz firme, entre aguda y grave, de pronunciación correctísima, y por esos labios que dibujan claramente sonidos en una boca apenas delineada.
Cuando usted la conoció en aquella fiesta que terminó en El Riviere, centro nocturno animado por el Combo San Juan, la pensó una mujer delicada, de familia enriquecida, lo cual le hizo opinar que ella se encontraba fuera de su natural ambiente. Con el tiempo se enteró de que su intuición era justa, pero con el matiz de que la mujer había estudiado física y no derecho como había sido la costumbre familiar. Durante las primeras pláticas que sostuvieron en los días siguientes, usted percibió en ella una cólera acechante, afilada con los años, retenida en el mayor esfuerzo, y optó entonces por no despertarla. Le puso en el rostro cariños ligeros y ternuras tan perfectas como las margaritas menudas. No deseaba que de ella surgieran los vocablos tremendos, duros, irreversibles, hacia usted; sólo escucharla, verle sus modulados ademanes, el movimiento de manos largas y ojos sepia, o tomar el café, la forma en que fuma, nada más. Que orientara su enojo existencial hacia otro tiempo, algunas significativa ausencia, o hacia los años perdidos en esa difícil vereda que ahora los ponía juntos. Pero palabras golpe que estuvieran más allá de los lindes de us reuniones por la tarde.
En esas circunstancias, sus diálogos se convirtieron en una especie de combate delicado, ceremonioso, apenas percibido por ella, pues de usted partía la estrategia de una tregua sin que hubiera mediado guerra alguna. Usted supo que en una situación así lo mejor era adoptar la más sutil de las ambigüedades, teniendo de su parte el sí y el no confundidos o preparados para trocarse uno en el otro en cuanto una opinión de la mujer pretendiera maniatarlo. De esa manera usted fue preservando el tiempo largo que ambos se permitían y que siempre se disipaba en la primera oscuridad de la noche. Se despedían amablemente y las palabras de ella lo acompañaban.
Entre los secretos de usted se encuentra su inclinación por mirar a las mujeres, por escucharlas, por percibirlas en sus diversas manifestaciones, sin que forzosamente tenga que sobrevivir la hechura del amor. De ellas, usted puede retener una manera de bailar solamente, una mirada intensa que usted captó en el interior del descuido, o la forma de tomar un vaso en esos instantes de profunda intimidad de las mujeres. Desde luego que usted no ha hallado la posibilidad de manifestarle esta inclinación, pues entiende que tomaría contra usted un gran resentimiento desde sus veinticinco años. Esto complicaba aún más sus relaciones; usted debía mostrar naturalidad y poco interés en ella, de momento interesarse demasiado y luego emprender una cautelosa retirada, o con maestría llevar hacia otro terreno un tema que podría acercarse a la dificultad. Se trataba, pues, de proteger su embozado fetichismo, que sabía anacrónico, pero no populista, pero usted se acerca a las mujeres que le pueden remover sensaciones de luz y regocijo pausado, semejantes a los atardeceres que viste un calmo mar, o a las reflexiones felices que se levantan desde las luces azafrán desperdigadas y bulliciosas de una sudorosa y rica vegetación.
La mujer que usted estaba esperando ante una taza de café, sumido en la mansedumbre que otorga el ocio acariciado, esa mujer, con quien departía en esta sucia y densa ciudad, ya lo había llevado, a través de sus ojos sepia como río aromático, al placer de los paisajes originarios que han gozado decenas de generaciones. Ella quizá había presentido los viajes que usted realizaba en el húmedo mirar de la mujer, y por ello, sin proponérselo, condescendía al arreglo cuidadoso y limpio. La vez del suéter púrpura que se iba diluyendo en lilas hacia los hombros, sembrado hacia el medio de menudas flores siena, o cuando la discreta peineta oro viejo atajaba hacia su izquierda los rizados cabellos rojizos como si un antiguo sol fuera metiéndose entre las espumas que él mismo pintaba. Quizá ella había sentido las visiones maravillosas que provocaba en usted. Quizá también por eso la que usted llegó a denominar “complicada mujer de tarde”, se iba a los jeans deslavados y a la blusa sobria como indicándole vías hacia paisajes nuevos, urbanos, fatales. Pero usted aparentaba no darse cuenta y se metía en el combate blandiendo su pulida ambigüedad, moviéndose ágilmente ante las contradicciones, las insinuaciones oscuras de la cólera, el mensaje que dando giros entre lucubraciones y trampas se refería a usted de manera velada.
En esas tardes usted sentía la necesidad de confesarle su fetichismo y explicarle las bondades de relacionar a la mujer con las fuerzas de la naturaleza; que en especial ella le había despertado luminosidades con sus vívidas historias, su pelo, sus ojos, su nariz pequeña, sus parvos labios, con su cuerpo firme de mediana estatura. Que no se trataba de un miserable fetichismo de burlesque, del cual usted también renegaba. Pero se detenía cuando la confesión estaba a punto de brotar, pues aseguraba que la complejidad aumentaría debido a que se vería obligado a manejar un discurso filosófico y ridículo, poético y pueril, adicionándole las reflexiones de ella, sus preguntas metódicas, sus objeciones matemáticas, sus argumentos contestatarios. Y entonces la batalla se inclinaría ostensiblemente hacia el territorio de la “complicada mujer de tarde”.
Estos pensamientos de usted transcurrieron entre las diez para las seis y las seis y veinte antes una mesa del Parnaso, sin que usted se diera cuenta del andar del tiempo. Miró el reloj y se enteró de los minutos idos, cierta inquietud modificó el sentido de su ocio; por la consabida exactitud de la mujer, supuso problemas delicados, contratiempos monstruosos, tragedias ineludibles. Miró hacia la iglesia, ruta por la que ella siempre llegaba; inquieto, la vio aparecer justo en la acera contraria a la del Parnaso. Su cabello era más rizado que otras veces, una blusa guinda oscuro, suelta, reposaba sobre sus caderas, de las cuales descendía unos jeans Edoardos que remataban en tenis también guindas. Desde aquella acera ella lo descubrió y agitó el desnudo brazo derecho; usted observó el dibujo agradable que formó una sonrisa en el rostro trigueño, la sonrisa de siempre.
En el instante en que ella atravesaba la calle, usted empezó a descifrar los símbolos con que ella venía ataviada. Todo era igual a otras ocasiones, pero hoy había algo novedoso y alarmante: veinte minutos de retraso combinados con una naturalidad demasiado artificiosa y un cabello violento. Quizá fuera ésta la última batalla.

SIGUEN LOS TIPS PARA NUEVOS CUENTISTAS POR GUILLLERMO SAMPERIO


https://www.facebook.com/gsamperior/posts/565979596809594

---Mis Flores

Guillermo Samperio R
Hace 4 horas cerca de México, D. F. ·
SIGUEN LOS TIPS PARA NUEVOS CUENTISTAS
POR GUILLLERMO SAMPERIO
...TEMAS

121. El cuento (para no quedarse en simple entretenimiento anecdótico o en chisme) debe mostrar un significado externo a sí mismo, además del que revela el final. Cuando el coronel fusila al asesino de su padre se cumple el significado de la venganza. Pero el cuento “Diles que no me maten” también nos señala que mientras siga habiendo propiedad de la tierra, habrá conflictos entre los propietarios que pueden llevar a la muerte de uno, de otro o de ambos. Es decir, el cuento de Rulfo sigue vigente. En el caso de que se llegara a abolir la propiedad de la tierra a nivel individual, de todos modos el cuento de Rulfo sería una buena muestra de la época en que los sujetos tenían derecho a ser propietarios de la tierra.

122. Los cuentos no están hechos de palabras, sino de pedazos de alma humana, es por ello que, a pesar del correr de los siglos, los cuentos, por ejemplo, de Las mil y una noches nos siguen interesando o también por lo que un escritor japonés puede llegar a emocionarnos.

123. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo (Juan Bosch).

124. Sólo al individuo le corresponde expresar lo que lo diferencia de los demás (Patricia Highsmith).

125. (Los buenos cuentos) son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto (Julio Cortázar).

126. Entonces, lo que busca un cuento no es contar una historia, sino recrear sentimientos.

127. El tema, por lo regular, está inscrito en el terreno de lo extraordinario, lo diferente, lo que no pasa todos los días, sin que esto quiera negar al cuento realista: un personaje común, con su vida común puede encerrar hechos que consigan arrancar el interés del lector. Que ese Juan Pérez sea único, no cualquier Juan Pérez.

128. Si le surge una idea que le parece trillada, no la deseche; mejor búsquele otro ángulo.

129. El escritor debe tener la capacidad de ver más allá, de encontrar el lado oculto, de poner en duda las verdades universales.

130. Los acontecimientos inesperados, pero lógicos, son los que más interesan a los lectores.

131. No hay que confundir el tema con la anécdota. El tema tiene una sustancia humana: amor, celos, odio, traición, envidia, crueldad. Mientras que la anécdota está emparentada con la acción, por ejemplo, un marido descubre que su mujer lo engaña. Está anécdota puede ser tratada desde cada uno de los temas antes mencionados y cada tratamiento dará para un cuento diferente.

132. Borges decía que si en la novela lo importante eran los personajes, en los cuentos la trama o la situación. Yo le llamaría temas.

133. El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro (Juan Bosch).

134. Un buen cuento le revela al lector algo de sí mismo que no sabía o que no había sabido poner en palabras.

135. En un cuento, por más oscuro que sea, nunca está de más una dosis de humor.

136. Así como en un cuento oscuro la violencia o lo sobrenatural son dispensables.

137. Si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano o que conmueva a los hombres, y debe tener categoría universal (Juan Bosch).

138. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender; si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no existe como cuento (Julio Ramón Ribeyro).

139. Las noticias –o hechos o anécdotas- se transfiguran en motivos de un cuento; y el motivo alimenta otra almendra: el tema (José Balza).

140. Lo más hondo del texto es aquello que el autor no dijo y que, sin embargo, está dicho (José Balza).

141. Mejor, mientras menos muestra un autor (José Balza).

142. Contar un cuento es saber guardar un secreto (Erskine Caldwell).

143. Yo siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. El témpano conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca, y eso sólo fortalece el témpano de uno (Ernest Hemingway).

144. El cuento debe mostrar, no enseñar. De otro modo, sería una moraleja (Julio Ramón Ribeyro).

145. En un cuento cabe encerrar el todo de una personalidad o de una nación (Raúl Castagnino).

146. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado el tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario (Julio Cortázar).

147. El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría secreta (Ramos Sucre).

148. No tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral; no tengo ideas generales que explotar, simplemente me gusta componer acertijos con soluciones elegantes (Vladimir Nabokov).

149. Te aconsejo:
a) ninguna monserga de carácter político, social, económica.
b) objetividad absoluta.
c) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas.
d) máxima concisión.
e) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional.
f) espontaneidad (Anton Chejov).

150. (El cuento es) un mapa visible que recubre territorios invisibles (José Balza).

151. El cuento es el tratamiento particular (un tiempo, lugar, personajes, atmósfera, todos ellos específicos) de un tema universal.

152. Si un tema no parece lo suficientemente interesante se puede complejizar combinándolo con otro tema: amor-violencia, crimen-compasión, derrota-adicción, por ejemplo.

153. El cuentista no descansa nunca. Vive para escribir, cuando no está descargando sus ideas al papel, está observando el mundo para desenmadejarlo y después mostrarlo, a través de historias, a los lectores.

154. Los cuentos flotan en el aire, sólo hay que convertirnos en cazadores de mariposas. Un olor, una conversación ajena, una pregunta, otro libro, un pensamiento filosófico o político o profano, una imagen, un dolor, una sensación, un lugar, una persona, un gesto y mil situaciones más pueden generar un cuento. Hay que estar perceptivo para dejarlos crecer en nuestro interior.

155. Muchos cuentos surgen de una pregunta, ¿qué pasaría si…”

156. Algunas veces al iniciar un cuento ya sabemos el final y encaminamos todas nuestras palabras hacia allá; pero, en otras, una frase va llevando a otra y el mismo escritor se convierte en un espectador sorprendido de su propio proceso creativo.

157. Sabemos cómo algunos escritores se han enfrentado a la página en blanco: Cortázar en la mayor oscuridad argumental; Arreola, al empezar a escribir, sólo sabía cuál era el inicio; Borges conocía inicio y desenlace; Rulfo, al parecer, partía del final, y Bosch imaginaba el cuento en su totalidad antes de escribir la primera letra.

158. Los cuentos se pre-escriben en la mente de los autores sin que ellos mismos se den cuenta, de ahí, la sensación que han descrito algunos de sentirse como vehículos de creación universal, como si alguien más dentro de su cabeza les dictara sus cuentos.

159. De ahí que todo cuento sea autobiográfico, aunque no cuente una historia que nos haya pasado a nosotros ni tampoco seamos uno de los personajes. ¿De dónde más podemos sacar las emociones si no de nuestra propia experiencia?

160. Yo creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra (…) el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de comunicarlo. (Jorge Luis Borges)

161. Cuando uno tiene ráfagas súbitas de percepción, entonces el cerebro trabaja más rápido que de costumbre. Pero te has estado preparando para saberlo durante mucho tiempo, y cuando llega sientes que siempre lo has sabido (Katherine Anne Porter).

162. Para que el cuento fluya sin tropiezos, al escribir el primer borrador, es necesario bajar el switch de la conciencia crítica, ya habrá muchas horas después para corregir.

163. Esto no quiere decir que se va a escribir sin ton ni son, cada palabra tiene que ir hacia lo que Poe llamó unidad de efecto. De nada serviría dominar la técnica del cuento si no la vamos a aplicar al escribir.

164. Para crear buenos cuentos hay un gran trabajo detrás. Nuestro inconsciente dicta; nuestro conciente decide, opta, piensa, imagina, conecta, escribe, corrige.

165. No escriba sobre el amor, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a lo que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo (Rainer Maria Rilke).

166. No puedo ver un sitio nuevo sin presentir –y, en verdad, escribir imaginariamente– lo que allí pudo o pudiera ocurrir (José Balza).

167. Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto (Anton Chejov).

168. Los cuentos de un autor representan las constantes de un pensamiento, pero cada texto guarda tales matices que siempre debe parecer escrito por un hombre distinto (José Balza).

169. Si quieres escribir, pues procede así. Escoge primero un tema. Ahí se te da libertad absoluta. Puedes utilizar el abuso y hasta la arbitrariedad. Pero, para no descubrir América por segunda vez y no inventar la pólvora de nuevo, evita los temas que ya se han recorrido desde hace tiempo (Anton Chejov).

170. Otros escritores afirman que primero se deben crear los personajes, y que de ahí surgirá el tema. Busque cuál método le acomoda mejor y ése será el ideal.

171. Pon el papel ante ti, toma la pluma en la mano y, tras excitar el pensamiento cautivo, escribe. Escribe de lo que quieras: de la ciruela pasa, el tiempo, el kvas de Govorovskii, el océano Pacífico, las agujas del reloj, la nieve del año pasado… (Anton Chejov).

172. Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada (Anton Chejov).

173. Ahora sólo escribo sobre lo que me interesa. No busco temas: cualquier cosa en la que no pueda dejar de pensar es mi tema. Stendhal dijo que la literatura es el arte de la omisión, y omito todo lo que no me parece importante. Describo a las personas sólo en los términos de sus acciones, afirmaciones, ideas, sentimientos que me hayan escandalizado-intrigado-divertido-deleitado a mí mismo y a otros (Stephen Vizinczey).

174. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera que sea su origen. Roben si es necesario (Juan Carlos Onetti).

175. Opinión duradera es la que se mantiene válida por tres meses. No exija mayor coherencia de los otros ni se sienta obligado intelectualmente a tanto. Y proceda a la revisión periódica de sus admiraciones (Carlos Drummond de Andrade).

176. No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo (Anton Chejov).

177. Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que solamente se deba escribir lo que se sabe. Y desconfío de los que en estas cuestiones pretenden saber mucho, claro y seguro. Lo que aprendí es desordenado respecto de épocas, autores, doctrinas y demás formas ordenadas del conocimiento. Aunque para mí tengo cierto orden respecto a mi marcha en problemas y asuntos. Pero me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio. Y aquí se encuentran mi filosofía y mi arte (Felisberto Hernández).

178. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una, puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental (…) Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero como mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar en palabras lo que la música pura habría expresado mejor (…) Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio (William Faulkner).

179. Es cierto que el acto de la escritura nace como una necesidad de dejar salir a los demonios que viven dentro de nosotros, pero debemos aprender a controlarlos y fundirles alas cuando así convenga a nuestros intereses literarios; la obra es más que un exorcismo, más que una terapia.

180. Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir (Anton Chejov).

Jaime Sabines - Otra carta

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JAIME SABINES - (Su Padre )



-- Mis Flores











"¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras
me dirás que te amo? Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba..."



del PADRE DE SABINES

Alondra Valey compartió un enlace.

Algo sobre la muerte del Mayor Sabines:
Mi padre nació, creo, en una ciudad que se llama Sacbin, cerca de Beirut. Un pueblo pequeño. De allí viene el apellido Sabines, que lo castellanizaron, pero hasta la fecha sólo he encontrado Sacbin en algunos mapas.
Eran tres hermanos Sabines, como fuimos también nosotros. De niños vinieron del Líbano a Cuba. En el trayecto tuvieron una aventura en la isla Martinica. Mi hermano Jorge la ha contado. Acabando mi padre y sus hermanos de abandonar la isla, el volcán hizo erupción y arrasó toda la ciudad. Jorge la contó así: "En 1902 mi padre estaba en América. Lo acompañab~n sus dos
hermanos. Iban a reunirse con sus padres, quienes habían emigrado a Cuba. Por algún motivo el barco en el que viajaba mi padre se detuvo en la isla Martinica y aquellos niños perdieron la
embarcación. Para sobrevivir tuvieron que pedir limosna, luego fueron ayudados por una mujer francesa, que les dio ropa y alimento, hasta que mis abuelos les mandaron dinero para embarcarse nuevamente. Mi padre, que gustaba de contar aventuras, solía narrarnos que cuando partió de Martinica, desde el mar vio cómo el volcán hacía erupción. En pocos minutos parte de la población quedó sepultada bajo la lava ante sus ojos".
Después se fueron a radicar a Cuba pero el Viejo huyó de la casa teniendo doce años de edad. A mí me decía que había participado a principios de siglo en la excavación del canal de Panamá, donde murieron infinidad de obreros. Quizá era cierto o quizá puro cuento.
Después de Cuba vino a México y se metió en la revolución mexicana. Hasta lo hicieron preso en Yucatán e iban a matarlo, como mataron al general que era su jefe (no recuerdo su nombre). Lo confirmable, lo cierto, porque hay fotografías y todo, es que en 1914 llegó a Chiapas con grado de capitán del ejército. En 1914 llegó con la División del general Jesús Agustín Castro. La División 21 era carrancista. En Chiapas no había habido revolución. Entonces los carrancistas llegaron y empezaron a liberar a los indios de las fincas. Proliferaba el caciquismo. Entonces los finqueros hicieron la contrarrevolución. Eso fue lo que hubo en Chiapas. Lo que se llamó el movimiento mapachista. Ese pleito con los carrancistas duró muchos años. Por cierto, mi abuela no
podía ver en un principio a mi padre, porque ella era hacendada. Tenía fincas en el Valle de Cintalapa, pensaba que cómo iba a ser posible que su hija Luz se casara con aquel carrancista.
Es una historia muy bonita cómo el Viejo conoce a mi madre. CONTINUARÁ