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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

viernes, 15 de noviembre de 2013

AmPaRo EsTeVeZ SaViZa - ¡¡¡POR QUÉ SERÁ, POETA!!!





-de Mis Flores

AmPaRo EsTeVeZ SaViZa
Derechos Reservados de Autor

¡¡¡POR QUÉ SERÁ POETA!!!
Que te veo como a un niño pequeño lleno de caprichos y que aún no entiendes por qué la vida es tan sencilla y tratas de justificarla.
Haces que todo parezca más difícil y tormentoso. Por qué será que no puedo dejar de pensar que encontré al leerte un alma abandonada a su suerte. Por qué será que comprendo todo y no sé nada. Por qué están tus huellas en miles de pensamientos cuando escribes sencillo y profundo y nadie puede decir a quién está dedicado. Por qué nacen de tus trazos hilos invisibles que atan y que nunca serán esclavos de nada; ni del amor.

Por qué clamas presentes si tiras al olvido partes de tu corazón. Por qué le hablas a la luna y lloras tu soledad. Por qué te sientes solo si en tus poemas sabes descargar la felicidad y adueñarte de la tristeza. Por qué necesitas de mucho tiempo para entender que tus pasos te llevan, precisamente, a ese lugar en dónde no quieres entrar. Por qué martilla tu cabeza cuando de verdad hablas de experiencias, traiciones, caricias tibias
o de momento, hembras dadivosas, tiempo que se va entre las manos sin dejar nada.

Por qué dilatas la vida pretendiendo estirar el sufrimiento para gozar las pequeñas batallas ganadas.
Por qué no puedes detener tus manos cuando escriben con el alma. Por qué sientes que eres tan pequeño y sin embargo tu sensibilidad te hace grande. Por qué te vez perdido en los abismos si ellos salen a tu encuentro cuando no quieres permanecer…

Por qué perdonamos todo a los poetas. Porque los necesitamos para que digan lo que no somos capaces de plasmar en ningún papel…

Amamos a los poetas porque ellos entienden la sensibilidad humana, pero lo hacen a merced de sus propias cavilaciones e improntas. Se entregan totalmente sin medir la realidad, sólo cuentan su necesidad de intercambio permanente para sentirse en custodia.
ASÍ ES QUE:
Los besos no son los que les han dado, son los que vendrán. Los abrazos son los que se perdieron en una simbiosis irreal. Los “te amo” no se susurran, se gritan dolorosamente. Las lágrimas se pierden en gemidos de ausencias. El ser es una quimera suponiéndolo todo.
. Los pasos se pierden en caminos sinuosos. La lluvia tiembla en los innombrables del tiempo y se borran con el sol o quedan ocultos para llorarlos siempre.
ENTONCES:

Cuando el poeta habla de soles y trinos, de manos tiernas y amantes. De besos que encienden las bocas de camas ardientes, de propósitos nobles, de esperanza; el poeta se ha enamorado y no sabe qué hacer con su poesía; ya no tiene deseos de escribir…Tiene deseos de VIVIR…
Cuando el poeta recibe a la vida: es capaz de hacer planes futuros y crece; deja de ver a sus sueños como utopías y allí donde pernoctan sus almas de niños, toman a las lápidas que se construyeron en las penumbras de su poesía, para reírse de sí mismos y renacen, ríen la carcajada más franca que jamás soñaron, y lloran las lágrimas que empiezan a transitar la emoción, la alegría y el disfrute de la vida.
DESEO DE CORAZÓN QUE ÉSTE SEA EL FUTURO DE TODOS LOS POETAS QUE CONOZCO A TRAVÉS DE SU POESÍA Y EN LA VIDA…
De una POETISA que aún ama a sus sueños
AmPaRo EsTeVeZ SaViZa
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ADOLFO BIOY CASARES - 15 NOVIEMBRE (1990) IMPORTANTE DISTINCIÓN











15 NOVIEMBRE (1990)
IMPORTANTE DISTINCIÓN
Adolfo Bioy Casares recibe el Premio Cervantes
De manos de Juan Carlos de Bordón, el novelista Adolfo Bioy Casares recibe en Madrid la más importante distinción de las letras hispanoamericanas. Fue un prolífico autor de cuentos, novelas y guiones cinematográficos en los que frecuentó desde el policial a la ciencia ficción, de los que con frecuencia hace una versión paródica al observar lo irreal con óptica humorística. Fue autor, entre otras obras, de La invención de Morel, El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en La Plata, Historias desaforadas, El campeón desparejo, Guirnalda con amores, El héroe de las mujeres, etc. Nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914 y murió el 8 de marzo de 1999.

ADOLFO BIOY CASARES - (Décimo cuarta parte)





. Adentro, como el orden siempre había sido estricto, el sistema de repeticio¬nes se cumplió naturalmente. Nadie huyó; más aún: nadie llegó a asomarse a una ventana. Todos los días parecían el mismo. Era como si el tiempo se detuviera todas las noches; era como si viviesen en una tragedia que se interrumpiera siempre al fin del primer acto. Transcurrió así un año y medio. Él se creyó en la eternidad. Después, inesperadamente, murió Lucía; El plazo del médico había sido postergado por quince meses.
Pero en el día del velorio ocurrió un hecho revelador: una persona que nunca habría estado en la casa, pudo ir, sin indicación de nadie, hasta una determinada habitación. Vermehren sólo reparó en esto cuando Oribe le dio la fotografía de Lucía; pero añadió que al encender la lámpara, su deciión ya era mirar la cara del hombre a quien iba a matar.
A los pocos días yo estaba de regreso en Buenos Aires y Vermehren había muerto en su cárcel. Se dijo (por ahora no quiero desenmascarar al autor de la infamia) que yo no era ajeno a esa muerte; que aproveché la circunstancia de no ser registrado, para llevarle el cianuro (me lo habría exigido a cambio de una confesión). Pero faltaron las consecuencias previstas por los difamadores: yo no revelé nada y la policía de Chile no se ocupó de mí.
Temo, ahora, reavivar la calumnia; se alegará que los da¬tos que me dio el médico y la simple amenaza de publicarlos no pudieron bastarme para obtener las declaraciones de Vermehren; se pasará por alto la dificultad que yo habría te¬nido para conseguir un veneno en Antofagasta; se insistirá en que esta publicación es la prueba que faltaba. Yo, sin em¬bargo, espero que el lector encuentre en mis páginas la evi¬dencia de que no pude complicarme en el suicidio de Ver¬mehren. Establecerla, denunciar la parte preponderante que en los hechos de General Paz tuvo el destino, y mitigar, en lo posible, una responsabilidad que oscurece la memoria de Oribe, fueron los estímulos que me permitieron ordenar, en plena enfermedad y al borde mismo de la desintegración, este relato de hechos y de pasiones concernientes a un mun¬do que ya no existe para mí.

Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe

Al escribir: «Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe», he querido señalar que, a mi juicio, el relato queda inconcluso. Añadiría: deliberadamente inconcluso. Es verdad que la última frase ambiciona la pompa, el patetismo y el mal gusto de un final. Sobre todo, de un falso final. Es como si Villafañe hubiera pretendido que el tono confundiera a los lectores; que éstos, al reconocer el final, lo acepta¬ran, sin acordarse de que faltaban explicaciones y una bue¬na parte del relato.
Ahora intentaré corregir esas deficiencias. Lo que agrego es una interpretación meramente personal de los hechos; pero confío que también sea lícita, ya que todas sus premisas pueden encontrarse en este documento o en los caracteres que este documento atribuye a Oribe y a Villafañe. No he ca¬llado mi conclusión con el propósito literario, o pueril, de reservar una sorpresa para las últimas páginas; he querido que el lector siguiera a Villafañe, libre de toda sugestión mala; si este epílogo le parece demasiado previsible; si, inde¬pendientemente, hemos llegado a la misma conclusión, me atreveré a considerar el hecho como un indicio de que la in¬terpretación no es injustificada.

ADOLFO BIOY CASARES - (Décima tercera parte)





Con su cara congestionada y sus ojos inexpresivos, Berger dio pormenores. Yo tuve asco: de mí, de Oribe, de Berger, del mundo. Hubiera querido abandonar todo; pero me hallaba en ese episodio como en la mitad de un sueño y tal vez entendí que no debía tomar decisiones, que en ese momento mi sentido de la responsabilidad no excedía al de un personaje soñado. Además, empecé a entrever (muy tardíamente, por cierto) una explicación de los hechos y cometí la equivocación de querer confirmarla o desecharla, de no preferir la incertidumbre. A la mañana siguiente emprendí el viaje a Santiago.
Recordé que no debía odiar a Oribe. Con insegura frialdad me pregunté si me indignaba tanto que hubiera contado la aventura porque la muchacha estaba muerta. Precisamente, la había contado por eso: porque la muchacha estaba muerta y porque la historia de su vida y el episodio de su muerte eran románticos. Trataba la realidad como una com¬posición literaria, y debía imaginar que el valor antitético de esa anécdota era irresistible. El procedimiento era candoroso, el efecto, burdo, y pensé que no debía juzgar a Oribe con mucha severidad ya que su culpa no era la de un hombre inicuo sino la de un escritor incompetente. Lo pensé en vano. Los argumentos no abatieron mi condenable rencor.
En cuanto llegué a Antofagasta fui a ver al jefe de policía. Este funcionario no se interesó por la carta de presentación, aunque llevaba la firma autógrafa de nuestro jefe, me oyó con indiferencia y me extendió un permiso para visitar a Vermehren cada vez que yo quisiera.
Lo visité esa misma tarde. En sus ojos durísimos no ad¬vertí si me había reconocido. Le hice algunas preguntas. Empezó a insultarme, lentamente, con una voz en que las palabras, casi murmuradas, parecían contener un vendaval de odio.
Lo dejé hablar. Después le dije:
-Como usted quiera. Yo andaba en una investigación personal, sin intención de publicar los resultados. Pero me ha convencido: publico los datos que me dio el doctor Battis y no molesto a nadie.
Me retiré en seguida y al día siguiente no aparecí en la cárcel.
Cuando volví fue casi atento. Apenas aludió a la entrevista anterior. Me dijo:
-No puedo explicar este asunto sin referirme a mi pobre hija. Por eso no quise hablar.
Confirmó la historia del médico; agregó que una noche, cuando Lucía subió a acostarse, alguna de las muchachas dijo que parecía increíble que en una vida tan cotidiana¬mente igual como era la de ellos, pudiera introducirse un cambio -el cambio definitivo de la muerte-. Después recordó la frase, y, en horas de insomnio, cuando las credulidades y los propósitos son más apremiantes, decidió imponer a to¬dos una vida escrupulosamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo.
Debió tomar algunas precauciones. A las personas de la casa les prohibió salir; a los de afuera, entrar. Él salía, siempre a la misma hora, a recibir las provisiones y dar las órdenes a los capataces. La vida de los que trabajaban afuera si¬guió como antes; huyó un peón, es verdad, pero no lo habría hecho para salvarse de una disciplina terrible, sino porque habría descubierto que ocurría algo extraño, algo que no podía entender y que por eso lo intimidaba

ADOLFO BIOY CASARES - (Duodécima parte)





-No tiene importancia -dije; le saqué el cuaderno-. Des¬cifro las peores escrituras.
El título me hizo estremecer: Lucía Vermehren: un recuer¬do. Leí el poema y me pareció la fijación débil y perifrástica de sentimientos intensos; pero éste es un juicio posterior y confieso que esa noche sólo pude expresar una confusa, aun¬que violenta, emoción. Una emoción, indudablemente, es una forma humildísima de crítica; sin embargo, por mere¬cerla, el poema se distingue entre todos los de Oribe (a pesar de las férvidas intenciones de imitar a Shelley, prodigaba nuestro poeta más felicidad verbal que sinceridad). Los ver¬sos que leí tenían defectos formales y no eran siempre eufó¬nicos; pero eran sentidos. Como no dispongo de esa calum¬niosa recopilación postuma, en donde figura el poema, debo citar de memoria, y, desgraciadamente, recuerdo una de las estrofas más lánguidas. Su primer verso es pobre; las pala¬bras «bosque», «desierto», «leyenda», son valores poéticos análogos y no se refuerzan mutuamente. El segundo verso, émulo de las peores victorias de Campoamor, es indigno de Oribe. En el último la cesura no cae naturalmente; considero, por fin, que la elección de la palabra «desesperanza» no debe reputarse un acierto. La estrofa, en su conjunto (y en su mi¬seria), quizá no delate influencias; pero alguno de sus versos trasluce, al menos me parece a mí, vestigios de Shelley; mi desmemoriado oído, sin embargo, se niega a precisarlos.

Descubrí una leyenda y un bosque en un desierto,
y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto.
Levántate Memoria y escribe su alabanza,
aunque Oribe caduque en la desesperanza.

Le pregunté a Berger si Oribe no le había contado nada de su viaje.
-Sí -dijo-. Me contó una aventura rarísima.
Berger empezó por el «misterio» del bosque de pinos, y continuó:
-Usted recordará que Oribe salió del hotel una noche, a eso de las diez, con el pretexto de pensar en un poema que estaba escribiendo. La noche era muy oscura (tan oscura, me dijo, que sólo descubrió que había andado entre nieve cuando se miró las botas, en el hotel). Se dirigió como pudo al bosque de pinos. Los perros no le salieron al paso; se ale¬gró de esto, porque los temía, aunque sabía tratarlos...
-Creo que él también tuvo perros -indagué- cuando era chico...
-Sí, me parece que le oí algo de eso... De pronto se encon¬tró frente al edificio principal de «La Adela»; dijo que lo ro¬deó por el sur; abrió una puerta lateral y se metió al azar por esa casa desconocida; cruzó cuartos y corredores; finalmen¬te llegó junto a una escalera de caracol, detrás de una cortina verde; subió la escalera y desde un entrepiso vio un salón in¬menso donde un señor vestido de negro conversaba con tres muchachas (las primeras personas que encontró en la casa). Afirmaba que no lo vieron. En el entrepiso había dos puer¬tas. Abrió la puerta de la derecha. Ahí estaba Lucía Vermeh¬ren.
Sentí un vértigo y murmuré:
-¿Qué más?
-Oribe señalaba dos puntos -explicó metódicamente Berger-. Primero, que al verlo, la muchacha no se asombró. Era, me repetía, como si de un modo general lo hubiera es¬perado. Le pedí que no repitiera, que me explicara lo que él entendía, al menos en esa frase, por modo general. Inútil. Us¬ted sabe lo obstinado y lo desatento que podía ser. Después venía el segundo punto, o sea la docilidad virginal con que la muchacha se entregó.

JAIME SABINES - Amor mío, mi amor, amor hallado...



MIS FLORES


Amor mío, mi amor, amor hallado...

Amor mío, mi amor, amor hallado
de pronto en la ostra de la muerte.
Quiero comer contigo, estar, amar contigo,
quiero tocarte, verte.

Me lo digo, lo dicen en mi cuerpo
los hilos de mi sangre acostumbrada,
lo dice este dolor y mis zapatos
y mi boca y mi almohada.

Te quiero, amor, amor absurdamente,
tontamente, perdido, iluminado,
soñando rosas e inventando estrellas
y diciéndote adiós yendo a tu lado.

Te quiero desde el poste de la esquina,
desde la alfombra de ese cuarto a solas,
en las sábanas tibias de tu cuerpo
donde se duerme un agua de amapolas.

Cabellera del aire desvelado,
río de noche, platanar oscuro,
colmena ciega, amor desenterrado,

voy a seguir tus pasos hacia arriba,
de tus pies a tu muslo y tu costado.

Jaime Sabines - Yo no lo sé de cierto...



-Mis Flores

Jaime Sabines

Yo no lo sé de cierto...





Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
un día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.

Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.
Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)


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