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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

jueves, 14 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Novena parte)




Era un jueves. Unos amigos me consiguieron para el do¬mingo un asiento en el avión de la línea militar a Bariloche; para el miércoles, saqué boleto en el avión que va a Chile.
Visité sin ninguna esperanza a una tal Bella, una amiga dinamarquesa, casada con un ingeniero que trabajaba en Tres Arroyos. Me parecía que no bastaba que una persona hubiera nacido en Dinamarca para que supiera la historia de los Vermehren; esto sólo en apariencia era razonable, por¬que en el país no hay muchos dinamarqueses, de manera que todos tienen noticias de los demás, o saben quién puede tenerla. Bella me presentó a un señor Grungtvig, de Tres Arroyos, que estaba de paso en Buenos Aires. Esa noche, en el Germinal, mientras oíamos tangos, Grungtvig me dijo casi todo lo que sé de Vermehren. La noche siguiente volvimos a reunimos. Me completó los datos sobre Vermehren y vimos la madrugada, melancólicos y fraternos, conversando sobre la estéril, sobre la decorosa repugnancia que todos tenemos por las autoridades, convencidos del porvenir desesperado de la vida política en la tierra y, en especial, en la Re¬pública; pero no sentíamos como una desdicha nuestras predicciones y nuestra resignación; los tangos, que llegaban a ser Una noche de garufa, La viruta y El Caburé, nos anima¬ban, al dinamarqués y a mí, de un secreto patriotismo co¬mún, de una indiscriminada voluntad de acción, de una jubilosa agresividad.
El domingo al atardecer llegué a Bariloche. Convine con el chauffeur que me llevó desde el aeródromo hasta el hotel, que a la mañana siguiente iríamos a General Paz.
Salimos temprano y pasamos todo el día viajando. Le pregunté al chauffeur si el doctor Battis seguía atendiendo en General Paz. El hombre no sabía nada de General Paz.
Llegamos. Bajé, cubierto de tierra y enfermo de cansancio, en la casa del médico. Me abrió la puerta el doctor Battis; se presentó él mismo y me extendió una mano extraordi¬nariamente pálida, húmeda y fría. Era de escasa estatura; tenía el pelo y el bigote partidos en mitades iguales, con rayas al medio y ondas paralelas. Me ofreció un horrible bre¬baje, que resultó ser un vino que él mismo preparaba, alabó su aparato de radio (le permitía «oír el Colón y los discursos de una cantidad de señores con puestos públicos») y me in¬vitó a sentarme. Cuando supo que yo era periodista y, después, que no intentaba hacerle un reportaje, perdió gradual¬mente la amabilidad. Lo interpelé:
-Vine a preguntarle por qué usted no quiso ir a «La Adela», a dar el certificado de defunción de Lucía Vermehren.
Abrió mucho los ojos y pensé que le hubiera gustado lle¬varse el aparato de radio y hacerme vomitar (lo que no era difícil) su absurdo brebaje. Sin duda quería darse importan¬cia y hablar; pero no hablar del asunto Vermehren. Su actitud era justificable: ignoraba hasta dónde podría llevarlo nuestra conversación y ninguna persona decente quiere tratos con la policía. Antes que respondiera, le expliqué:
-Elija entre hablar conmigo o con las autoridades. Si habla conmigo no va a arrepentirse. Yo hago esta investigación por mi cuenta y no pienso comunicar a nadie los resultados. Elija.
El hombre se tragó un vaso de su propio vino y pareció reanimarse
-Bueno -exclamó triunfalmente- si me promete discreción, hablaré.

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