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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

jueves, 14 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Octava parte)






En Buenos Aires lo vi muy poco. Sé, por las mujeres de la pensión, que llamó por teléfono algunas veces, cuando yo no estaba. El último recuerdo que me dejó, y el más vehemente, es el de una noche que entró en el diario, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados.
-Quiero hablarle -gritó.
-Lo escucho.
-Aquí no -miró alrededor-. A solas.
-Lo siento -le dije-. Todavía me falta media columna.
-Esperaré -dijo.
Se quedó de pie, inmóvil, mirándome fijamente. Tal vez no lo hiciera para incomodarme; su mirada me incomodó: «No me vas a ganar», pensé, y con toda calma, casi diría con lentitud, seguí redactando el suelto.
Cuando salimos llovía y hacía frío. Oribe trató de tomar el lado de las casas, en la vereda; tomó el otro. Lo vi empaparse y empezar a toser. Antes de hablarle, dejé que pasara un rato.
-¿Qué quiere? -le pregunté.
-Invitarlo a un viaje. A Córdoba. Yo pago todo.
No solamente era rico: tenía la insolencia del dinero. Me indignaba, además, que se creyera tan amigo. ¿Por qué yo iba a acompañarlo en un viaje? El de la Patagonia había sido casual.
-Imposible -le dije.
Hoy tengo la satisfacción de haber sido atento; de haber agregado:
-Mucho trabajo.
Insistió quejosamente y sólo consiguió aumentar mi irritación. Cuando se convenció de que no lo acompañaría, me dijo:
-Tengo que suplicarle una cosa.
Me parecía que ya había suplicado bastante. Siguió:
-No quiero que sepan que me voy a Córdoba. Le pido por favor que no se lo diga a nadie.
No les pregunté a las mujeres si llamó. En cuanto al secreto del viaje, ignoro si lo guardé; creía entonces, y a veces lo creo todavía, que Oribe nunca ha de haber querido que nadie le guarde ningún secreto. Pero tengo la conciencia tranquila: nada, ni mis palabras, ni mi silencio, pudo modificar los hechos que luego ocurrieron.
Dos meses después de esa noche en que mis ojos desafectos lo vieron perderse, conmovido y fútil, en la exaltada iluminación de Buenos Aires, dos meses después de esa noche en que penetró en una limitada geografía de angustia y de persecución, un carabinero lo encontró muerto en un lejano jardín de la ciudad de Antofagasta. Luis Vermehren, deteni¬do a los pocos días por la policía, confesó el asesinato; pero ni los especialistas locales, ni los que se enviaron desde San¬tiago, lograron que explicara los motivos que tuvo para co¬meterlo. Sólo pudieron averiguar que Oribe había pasado por Córdoba, Salta y La Paz, antes de llegar a Antofagasta, y que Vermehren había pasado por Córdoba, Salta y La Paz antes de llegar a Antofagasta. Tomé el asunto con tranquilidad. Pensé escribir una serie de artículos que narraran la persecución de Oribe por Vermehren y aludir paralelamente a las persecuciones de las luces por la Iglesia. Esta excelente idea quedó abandonada, porque me convencí de que debía hacer algo más; no sin mucho trabajo logré que el mismo di¬rector que me había mandado tan superfluamente a la Pata
gonia me permitiera ir, por cuenta del diario, a donde yo quisiese, en el país o fuera de él, para ocuparme del asesinato de Oribe.

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