En Buenos Aires lo vi muy poco. Sé, por las mujeres de la pensión, que llamó por teléfono algunas veces, cuando yo no estaba. El último recuerdo que me dejó, y el más vehemente, es el de una noche que entró en el diario, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados.
-Quiero hablarle -gritó.
-Lo escucho.
-Aquí no -miró alrededor-. A solas.
-Lo siento -le dije-. Todavía me falta media columna.
-Esperaré -dijo.
Se quedó de pie, inmóvil, mirándome fijamente. Tal vez no lo hiciera para incomodarme; su mirada me incomodó: «No me vas a ganar», pensé, y con toda calma, casi diría con lentitud, seguí redactando el suelto.
Cuando salimos llovía y hacía frío. Oribe trató de tomar el lado de las casas, en la vereda; tomó el otro. Lo vi empaparse y empezar a toser. Antes de hablarle, dejé que pasara un rato.
-¿Qué quiere? -le pregunté.
-Invitarlo a un viaje. A Córdoba. Yo pago todo.
No solamente era rico: tenía la insolencia del dinero. Me indignaba, además, que se creyera tan amigo. ¿Por qué yo iba a acompañarlo en un viaje? El de la Patagonia había sido casual.
-Imposible -le dije.
Hoy tengo la satisfacción de haber sido atento; de haber agregado:
-Mucho trabajo.
Insistió quejosamente y sólo consiguió aumentar mi irritación. Cuando se convenció de que no lo acompañaría, me dijo:
-Tengo que suplicarle una cosa.
Me parecía que ya había suplicado bastante. Siguió:
-No quiero que sepan que me voy a Córdoba. Le pido por favor que no se lo diga a nadie.
No les pregunté a las mujeres si llamó. En cuanto al secreto del viaje, ignoro si lo guardé; creía entonces, y a veces lo creo todavía, que Oribe nunca ha de haber querido que nadie le guarde ningún secreto. Pero tengo la conciencia tranquila: nada, ni mis palabras, ni mi silencio, pudo modificar los hechos que luego ocurrieron.
Dos meses después de esa noche en que mis ojos desafectos lo vieron perderse, conmovido y fútil, en la exaltada iluminación de Buenos Aires, dos meses después de esa noche en que penetró en una limitada geografía de angustia y de persecución, un carabinero lo encontró muerto en un lejano jardín de la ciudad de Antofagasta. Luis Vermehren, deteni¬do a los pocos días por la policía, confesó el asesinato; pero ni los especialistas locales, ni los que se enviaron desde San¬tiago, lograron que explicara los motivos que tuvo para co¬meterlo. Sólo pudieron averiguar que Oribe había pasado por Córdoba, Salta y La Paz, antes de llegar a Antofagasta, y que Vermehren había pasado por Córdoba, Salta y La Paz antes de llegar a Antofagasta. Tomé el asunto con tranquilidad. Pensé escribir una serie de artículos que narraran la persecución de Oribe por Vermehren y aludir paralelamente a las persecuciones de las luces por la Iglesia. Esta excelente idea quedó abandonada, porque me convencí de que debía hacer algo más; no sin mucho trabajo logré que el mismo di¬rector que me había mandado tan superfluamente a la Patagonia me permitiera ir, por cuenta del diario, a donde yo quisiese, en el país o fuera de él, para ocuparme del asesinato de Oribe.
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