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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

jueves, 14 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Décima parte)





Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió. No podía vivir más de tres meses.
-Dar el certificado -interpreté sin entusiasmo- era admi¬tir un error profesional...
El doctor Battis se restregó las manos.
-Si quiere verlo así -comentó- no tengo inconveniente. Pero le prevengo: después de la fecha de mi examen la seño¬rita Vermehren no pudo vivir más de tres meses. Le conce¬do: cuatro meses; cinco. Ni un día más.
Regresé a General Paz esa misma noche; a la mañana si¬guiente tomé el avión para Buenos Aires. Durante el viaje tuve sueños; mis emociones y acaso la tenacidad del movi¬miento y del cansancio debieron regir esas horribles fanta-
sías. Yo era un cadáver, y, en el sueño, el deseo de acabar el viaje era el deseo de que me enterraran. Soñé que todos mis amigos eran fantasmas de personas que se habían muerto; muy pronto morirían también como fantasmas. Un temor no especificado me impedía mirar la fotografía de Lucía Ver¬mehren: ya no era una fotografía lo que yo miraba, lo que yo adoraba, lo que yo tocaba. Después hubo un cambio atroz; cuando volví a mirarla, aunque nunca dejé de mirarla, se me castigó por esa interrupción retrospectiva: la imagen se ha¬bía borrado, quedaba un papel en blanco y supe definitiva¬mente que Lucía Vermehren estaba muerta.
Llegamos al atardecer. Yo estaba cansado, pero ésa era mi última tarde en Buenos Aires y quería verlo a Berger Cárde¬nas antes de irme a Chile. Llamé por teléfono a su casa; me atendió él mismo y me dijo que no estaba; le dije que lo visi¬taría a la noche.
Han pasado años desde esa entrevista; sin embargo, al evocarla hoy, vuelvo a sentir el mismo arrepentimiento y el mismo asco. Berger debió quedar como un símbolo, su mero recuerdo como un incesante conjuro de esos horrores; pero tan inescrutable es el desarrollo de nuestros sentimientos que ese hombre llegó a ser el más conspicuo de mis amigos, y, me atrevo a agregar, durante las inextinguidas miserias de mi larga enfermedad, el mejor enfermero y el mejor sirviente.
Entre perros enormes, que silenciosamente surgían y vol¬vían a desaparecer en la oscuridad, seguí a un evasivo por¬tero, por una serie de patios irregulares y después por un jar¬dín donde había un pabellón con una escalera exterior, y un solo árbol, que en la noche parecía infinito. Subimos la esca¬lera, abrimos la puerta y entré en una pieza vivamente ilumi¬nada, con las paredes cubiertas de libros. Congestionado y benévolo, Berger se levantó de un horrible sillón con brazos metálicos y avanzó a recibirme.
No perdí tiempo en amabilidades. Le pregunté si Oribe había escrito algo sobre el viaje a la Patagonia.
-Sí -contestó-. Un poema. Lo conservo todavía.
Abrió un cajón atestado de papeles revueltos y sucios; hurgó ahí adentro y al rato sacó un cuaderno de tapas rojas. Se dispuso a leer.
-Yo se lo copié -declaró-. De mi puño y letra.
-No tiene importancia -dije; le saqué el cuaderno-. Des¬cifro las peores escrituras.
El título me hizo estremecer: Lucía Vermehren: un recuerdo.CONTINUARÁ...

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