--Mis Flores
Guillermo Samperio R
Hace 25 minutos cerca de México, D. F. ·
“Complicada mujer de tarde”
por Guillermo Samperio
a Neda
y Enrique Anhalt (i.m.)
Tomaron el habitual acuerdo de encontrarse a las seis de la tarde, en un café del centro de Coyoacán. Usted sabe a la perfección que la mujer es puntual, exacta como la lenta caída del sol; por ello usted llegó diez minutos antes, buscando la tranquilidad. Además, le gusta verla arribar a los sitios entre las sombras vespertinas, en sus entallados pantalones de pana café oscuro o verde seco, bajo su cabello rojizo, rizado y corto. Le gusta la manera en que levanta el brazo para saludarlo desde la sonrisa lejana de su rostro trigueño, la forma cadenciosa en que se abre paso entre las mesas. Luego, usted se levanta y la recibe con un beso en la mejilla, la invita a sentarse, le acomoda el asiento a sus espaldas, le musita algún elogio a sus zapatos cafés de tacón bajo, sobrios como la luz ocre que se estampa en los muros de la iglesia de San Juan Bautista. Usted prefiere que ella inicie la conversación, pues la sabe llena de palabras, muchas y diversas palabras, descripciones jocosas, experiencias que se han disipado pero que toman fuerza en los recuerdos de ella. También le gusta escucharla por su voz firme, entre aguda y grave, de pronunciación correctísima, y por esos labios que dibujan claramente sonidos en una boca apenas delineada.
Cuando usted la conoció en aquella fiesta que terminó en El Riviere, centro nocturno animado por el Combo San Juan, la pensó una mujer delicada, de familia enriquecida, lo cual le hizo opinar que ella se encontraba fuera de su natural ambiente. Con el tiempo se enteró de que su intuición era justa, pero con el matiz de que la mujer había estudiado física y no derecho como había sido la costumbre familiar. Durante las primeras pláticas que sostuvieron en los días siguientes, usted percibió en ella una cólera acechante, afilada con los años, retenida en el mayor esfuerzo, y optó entonces por no despertarla. Le puso en el rostro cariños ligeros y ternuras tan perfectas como las margaritas menudas. No deseaba que de ella surgieran los vocablos tremendos, duros, irreversibles, hacia usted; sólo escucharla, verle sus modulados ademanes, el movimiento de manos largas y ojos sepia, o tomar el café, la forma en que fuma, nada más. Que orientara su enojo existencial hacia otro tiempo, algunas significativa ausencia, o hacia los años perdidos en esa difícil vereda que ahora los ponía juntos. Pero palabras golpe que estuvieran más allá de los lindes de us reuniones por la tarde.
En esas circunstancias, sus diálogos se convirtieron en una especie de combate delicado, ceremonioso, apenas percibido por ella, pues de usted partía la estrategia de una tregua sin que hubiera mediado guerra alguna. Usted supo que en una situación así lo mejor era adoptar la más sutil de las ambigüedades, teniendo de su parte el sí y el no confundidos o preparados para trocarse uno en el otro en cuanto una opinión de la mujer pretendiera maniatarlo. De esa manera usted fue preservando el tiempo largo que ambos se permitían y que siempre se disipaba en la primera oscuridad de la noche. Se despedían amablemente y las palabras de ella lo acompañaban.
Entre los secretos de usted se encuentra su inclinación por mirar a las mujeres, por escucharlas, por percibirlas en sus diversas manifestaciones, sin que forzosamente tenga que sobrevivir la hechura del amor. De ellas, usted puede retener una manera de bailar solamente, una mirada intensa que usted captó en el interior del descuido, o la forma de tomar un vaso en esos instantes de profunda intimidad de las mujeres. Desde luego que usted no ha hallado la posibilidad de manifestarle esta inclinación, pues entiende que tomaría contra usted un gran resentimiento desde sus veinticinco años. Esto complicaba aún más sus relaciones; usted debía mostrar naturalidad y poco interés en ella, de momento interesarse demasiado y luego emprender una cautelosa retirada, o con maestría llevar hacia otro terreno un tema que podría acercarse a la dificultad. Se trataba, pues, de proteger su embozado fetichismo, que sabía anacrónico, pero no populista, pero usted se acerca a las mujeres que le pueden remover sensaciones de luz y regocijo pausado, semejantes a los atardeceres que viste un calmo mar, o a las reflexiones felices que se levantan desde las luces azafrán desperdigadas y bulliciosas de una sudorosa y rica vegetación.
La mujer que usted estaba esperando ante una taza de café, sumido en la mansedumbre que otorga el ocio acariciado, esa mujer, con quien departía en esta sucia y densa ciudad, ya lo había llevado, a través de sus ojos sepia como río aromático, al placer de los paisajes originarios que han gozado decenas de generaciones. Ella quizá había presentido los viajes que usted realizaba en el húmedo mirar de la mujer, y por ello, sin proponérselo, condescendía al arreglo cuidadoso y limpio. La vez del suéter púrpura que se iba diluyendo en lilas hacia los hombros, sembrado hacia el medio de menudas flores siena, o cuando la discreta peineta oro viejo atajaba hacia su izquierda los rizados cabellos rojizos como si un antiguo sol fuera metiéndose entre las espumas que él mismo pintaba. Quizá ella había sentido las visiones maravillosas que provocaba en usted. Quizá también por eso la que usted llegó a denominar “complicada mujer de tarde”, se iba a los jeans deslavados y a la blusa sobria como indicándole vías hacia paisajes nuevos, urbanos, fatales. Pero usted aparentaba no darse cuenta y se metía en el combate blandiendo su pulida ambigüedad, moviéndose ágilmente ante las contradicciones, las insinuaciones oscuras de la cólera, el mensaje que dando giros entre lucubraciones y trampas se refería a usted de manera velada.
En esas tardes usted sentía la necesidad de confesarle su fetichismo y explicarle las bondades de relacionar a la mujer con las fuerzas de la naturaleza; que en especial ella le había despertado luminosidades con sus vívidas historias, su pelo, sus ojos, su nariz pequeña, sus parvos labios, con su cuerpo firme de mediana estatura. Que no se trataba de un miserable fetichismo de burlesque, del cual usted también renegaba. Pero se detenía cuando la confesión estaba a punto de brotar, pues aseguraba que la complejidad aumentaría debido a que se vería obligado a manejar un discurso filosófico y ridículo, poético y pueril, adicionándole las reflexiones de ella, sus preguntas metódicas, sus objeciones matemáticas, sus argumentos contestatarios. Y entonces la batalla se inclinaría ostensiblemente hacia el territorio de la “complicada mujer de tarde”.
Estos pensamientos de usted transcurrieron entre las diez para las seis y las seis y veinte antes una mesa del Parnaso, sin que usted se diera cuenta del andar del tiempo. Miró el reloj y se enteró de los minutos idos, cierta inquietud modificó el sentido de su ocio; por la consabida exactitud de la mujer, supuso problemas delicados, contratiempos monstruosos, tragedias ineludibles. Miró hacia la iglesia, ruta por la que ella siempre llegaba; inquieto, la vio aparecer justo en la acera contraria a la del Parnaso. Su cabello era más rizado que otras veces, una blusa guinda oscuro, suelta, reposaba sobre sus caderas, de las cuales descendía unos jeans Edoardos que remataban en tenis también guindas. Desde aquella acera ella lo descubrió y agitó el desnudo brazo derecho; usted observó el dibujo agradable que formó una sonrisa en el rostro trigueño, la sonrisa de siempre.
En el instante en que ella atravesaba la calle, usted empezó a descifrar los símbolos con que ella venía ataviada. Todo era igual a otras ocasiones, pero hoy había algo novedoso y alarmante: veinte minutos de retraso combinados con una naturalidad demasiado artificiosa y un cabello violento. Quizá fuera ésta la última batalla.
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