-Cuando venga una de las muchachas. Estoy cansado, por eso no voy yo mismo.
-Nunca lo permitiría -dijo Oribe, con dignidad. Inmediatamente insistió-: ¿Dónde la tiene?
-En mi dormitorio -balbuceó Vermehren.
Oribe estaba rígido, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Después, con un brusco movimiento, como en una brusca inspiración, pasó al otro lado del cortinado verde. Apareció en lo alto del coro; se detuvo entre las dos puertas, indeciso. Abrió la puerta de la izquierda y desapareció.
El Delegado miraba plácidamente hacia el coro. Abrió mucho los ojos.
-¿Cómo? -articuló.
Había que inventar una explicación, evitar una rápida catástrofe.
-Es un poeta, un poeta -repetí con fatuidad.
Oribe apareció de nuevo, se perdió hacia abajo, surgió detrás del cortinado. Traía en la mano una fotografía. Yo quise verla; se la tendió a Vermehren. Temblando, le oí preguntar:
-¿Es ésta?
Durante un tiempo que me pareció largo, pero que tal vez fue la fracción de un segundo, Vermehren siguió inmóvil, con la cabeza reclinada sobre el pecho, como adormecido en el dolor. Después, como si la proximidad de la fotografía lo reanimara, se irguió. Encendió la lámpara. Era flaco y alto, y en su rostro carnoso, blanco y femenino, los labios tenues y los grandes ojos celestes parecían expresar una impávida crueldad.
En ese momento entró una de las muchachas. Puso una mano sobre un hombro de Vermehren y dijo:
-Ya sabes: no te conviene agitarte.
Apagó la lámpara y se alejó.
Según Oribe, el Delegado comentó después la insistencia con que yo había mirado a la muchacha.
Me fui a sentar en un sofá, junto a una portada que se comunicaba por un corredor con el cuarto en donde estaba la muerta. Por ahí pasaban los que iban a mirarla. Estuve mu-
cho tiempo; tal vez, horas. Vi pasar a una de las muchachas. Lo vi pasar a Oribe; lo vi salir; me rehuyó la mirada; tenía lá¬grimas en los ojos. Vi pasar a otra muchacha.
Por fin me levanté y le dije a Oribe que nos fuéramos de la casa. No quiero ver personas muertas: después no puedo recordarlas como vivas. Le pregunté si tenía la fotografía; me respondió afirmativamente, con una voz temblorosa. Cuan¬do estuvimos afuera se la pedí. Había tan poca luz que apenas pudimos encontrar el camino.
En el hotel, Oribe pidió un anís; yo no quise beber. Me dormí poco antes de las ocho de la mañana. La noche se hbía acabado en seguida, aunque estábamos tristes, callados y despiertos. Creo que Oribe no durmió.
Al rato me desperté; no tenía ánimo para nada y me que¬dé en la cama hasta el mediodía. Oribe fue al entierro. Des¬pués tomamos el ómnibus y emprendimos el regreso a Bue¬nos Aires (por Bariloche, Carmen de Patagones y Bahía Blanca). Esa primera tarde, Oribe estaba muy deprimido; sin embargo, hizo más payasadas que nunca.
Antes de separarnos me pidió que le mostrara por una úl¬tima vez, la fotografía de Lucía Vermehren. La tomó con an¬siedad, la miró de muy cerca durante algunos segundos y bruscamente cerró los ojos y me la devolvió.
-Esta muchacha -murmuró como buscando la expresión-, esta muchacha estuvo en el infierno.
Confieso que no reflexioné si había algo de justo en sus palabras; le dije:
-Sí, pero la frase no es suya.
-Eso no tiene la menor importancia -afirmó con aplomo y yo sentí que le había revelado la pobreza contumaz de mi espíritu-. Los poetas carecemos de identidad, ocupamos cuerpos vacíos, los animamos.
Ignoro si tenía razón. He justificado algunos de sus actos atribuyéndolos a un deseo, tal vez inmoderado, de improvisar una personalidad; quizá hubiera sido más justo imputar¬los a motivos literarios, pensar que él trataba los episodios de su vida como si fueran los episodios de un libro. Pero lo que no puedo ignorar es que sus palabras ante la fotografía de Lu¬cía Vermehren, aunque sean ajenas, reclaman para él ese po¬der adivinatorio que la antigüedad atribuía a los poetas.
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