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RELACIÓN DE TERRIBLES SUCESOS
QUE SE ORIGINARON MISTERIOSAMENTE EN GENERAL PAZ
(GOBERNACIÓN DEL CHUBUT)
Fue en la clara desolación de General Paz donde conocí al poeta Carlos Oribe. El diario me había mandado en una gira para que descubriera deficiencias del gobierno y pruebas del abandono en que se tenía a la Patagonia; para la completa satisfacción de ambos propósitos era superfluo que yo hiciera el viaje; pero, como el candor de los hombres de negocios es inapelable, partí, gasté, me cansé; especialmente cansado y polvoriento llegué en un obstinado mediodía, en ómnibus, al Hotel América, de General Paz. El pueblo comprende ese inconcluso y tal vez amplio edificio, un surtidor de nafta con los colores patrios, la Delegación municipal, y, seguramente, alguna casa más de las que agotan su imagen en mi re¬cuerdo; imagen casi nula, pero asociada a una experiencia terrible: lo que hice, lo que haré, ya nada importa: en la vida, en el sueño, en el insomnio, no soy más que la tenaz memo¬ria de esos hechos. Todo, aun las primeras impresiones del día -el olor a madera, paja y aserrín, de la casa de comercio (que era una dependencia del hotel), las calles blancamente polvorientas, iluminadas por un sol vertical, y, a lo lejos, desde la ventana, el bosque de pinos-, todo quedó contaminado de un siniestro y más o menos preciso valor simbólico. ¿Puedo rememorar la sensación que tuve la primera vez que vi ese bosque? ¿Puedo imaginarlo como una simple arbole¬da, de presencia un poco inverosímil en esa empedernida esterilidad, pero todavía no alcanzado por los horrores que evoca para siempre?
Cuando llegué, el patrón me condujo hasta una pieza en que había equipajes y ropas de otro viajero, y me pidió que no tardara, porque el almuerzo estaba listo. No me apresuré; un rato después, consciente de mi lentitud, entré en ese comedor, donde oiría el principio de la historia que iba a alterar, con secreta violencia, la vida de tantas personas.
En el comedor había una mesa larga. El patrón retiró un poco la silla y, sin levantarse, me presentó a cada una de las personas que estaban allí: el Delegado municipal, una viajante de comercio, otro viajante de comercio... La esperanza de no ver después del día siguiente ninguna de esas caras, y, sobre todo, el victorioso estruendo de la radio, me disuadieron de escuchar. Pero oí claramente un nombre -Carlos Oribe- y con una sonrisa que todavía no estaba enterada de mi asombro, de mi incredulidad, extendí la mano a un jovencito de voz tan aguda y tan desagradable que parecía fingida. Tendría unos diecisiete años; era alto y encorvado; su cabeza era chica, pero una desordenada cabellera le confería un volumen extraordinario; parecía muy corto de vista.
-Ah, ¿usted es Oribe? -le pregunté-, ¿El escritor?
-El poeta -respondió sonriendo vagamente.
-No lo imaginaba tan joven -dije con sinceridad- ¿Ha oído mi nombre?
-No, señor. No escucho las presentaciones.
-Soy Juan Luis Villafañe -afirmé con la convicción de haber dado un informe completo.
Ahora deberé informar, tal vez, que hacía pocos meses yo había publicado en Nosotros un artículo titulado «Una pro¬mesa argentina» en que saludaba el libro de Oribe. Es verdad que en Cantos y baladas había encontrado una firme ignorancia, infaltable entre los jóvenes escritores de algún brillo, de las tradiciones y de los temas vernáculos, un estudio escrupuloso, casi diría una imitación ferviente, de modelos extranjeros, y, lo que es desalentador, mucha vanidad, algún afeminado capricho y no poca despreocupación de la sintaxis y de la lógica; pero también es cierto que en todo el libro puede advertirse un certero instinto poético y una pasión por la literatura, tal vez menos discreta que avasalladora, pero siempre hermosa. No hay escasez de genios -o, por lo menos, de personas que obran como si fueran genios-; me apresuro a reconocer que es lícito confundir a Oribe con ellas; sin embargo, no creo que sea ilícito indicar una distinción: esas personas tienen una indiferencia esencial por el arte; por esta distinción, que tal vez no sea interesante, que tal vez no alcance a los libros, yo saludé la entrada de Oribe en nuestras letras.
-Mire, si nos conocemos -prorrumpió Oribe con su voz más estridente-, la radio me dejó sordo también de la me¬moria.
Antes que dijera algo irreparable, le expliqué:
-Pensé que usted recordaría mi nombre porque yo escribí sobre su libro, en Nosotros.
Su cándido rostro se iluminó con el más franco interés.
-Ay, qué lástima -exclamó, súbitamente compungido-. No lo leí. Nunca leo diarios ni revistas. Leo La Nación, cuando publica mis poemas.
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