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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

lunes, 11 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES (Tercera parte)





Le razoné mi elogio de Cantos y baladas (aclaro: no sentía ni siento necesidad de justificarlo) y recordé algunos versos que me habían parecido felices. De pronto me vi efusivamente palmeado y congratulado.
-Excelente, excelente -repetía Oribe, en un tono que manifestaba una generosa intención de estimularme.
No debe creerse que este diálogo nos distanció. Dos días después hicimos juntos el viaje a Bariloche. En ese intervalo había ocurrido la terrible desgracia.
Los únicos pasajeros del ómnibus éramos una señora en¬lutada, Oribe y yo. Nosotros estábamos tristes y no teníamos ganas de hablar; era evidente, en cambio, que la pobre vieja quería iniciar cualquier conversación. El ómnibus se detuvo a cargar nafta. Bajamos a caminar. Oribe me dijo con insos¬pechada dureza:
-No estoy dispuesto a darle el gusto.
Se refería, naturalmente, a la pobre mujer. Yo creía que una conversación con ella era nuestro poco fascinador pero no espantoso destino. Un rato después, la señora se aventuró a preguntarme si el próximo pueblo era Moreno; estaba a punto de contestarle, cuando, sentándose con las piernas cruzadas en el piso del ómnibus y levantando los brazos y mirándome en los ojos, Oribe gritó con su horro¬rosa voz:

-Sentados en el suelo, que al fin es la verdad,
narremos con tristeza las muertes de los reyes,
y hablemos de epitafios, de tumbas, de gusanos.

Se dirá: esto era pueril, desmedido, inoportuno. Pero había, tal vez (entre los confusos motivos de Oribe), una intención benévola: combatir nuestra melancolía. La señora se rió mucho y los tres nos pusimos a conversar. Se dirá (también): esto era lo que Oribe quería impedir. Pero no olvidemos que él era sensible a cualquier homenaje, y que la señora, como tantas personas que lo conocieron, estaba notoria¬mente impresionada. Yo oculté mi impresión: creí reconocer en aquellos versos la improvisada traducción de unos de Shakespeare, y en esa típica ocurrencia de Oribe la reproducción de una de Shelley.
Pero no quiero sugerir que todos los actos de Oribe fueran plagios. Hay anécdotas que retratan a los hombres. Esa tarde, mientras intentaba dormir una siesta, oí la voz de Oribe, que parecía venir del jardín y que repetía, inextinguible como el ave fénix, la muerte de Tristán. Finalmente decidí proponerle que tomáramos un café. Cuando salí al jardín, Oribe no estaba. El patrón apareció en la puerta; le pregunté si lo había visto.
-No -gritó Oribe, desde lo alto-. Nadie me ha visto -y continuó sin ningún pudor-: Estoy aquí, en el árbol. Yo siempre me trepo a un árbol cuando quiero pensar.
Ese mismo día, al anochecer, conversábamos con algunos viajantes y con el Delegado. Oribe parecía interesado en la con¬versación. De pronto empieza a dar signos de creciente impa¬ciencia y, por fin, corre hacia el interior de la casa. La persona que hablaba olvida lo que estaba diciendo; los demás preten¬demos disimular nuestro asombro. Oribe vuelve; su rostro ex¬presa la beatitud del alivio. Le pregunto por qué se había ido.
-Por nada -responde con ingenua tranquilidad-. Fui a ver una silla. No recordaba cómo eran las sillas.
Temo haber dado una impresión inexacta de mi pensa¬miento sobre Oribe; nada es más difícil que lograr la expre¬sión justa: no ser deficiente, no excederse. He releído estas páginas y temo que la maliciosa, o distraída, o aparentemen¬te justificada conclusión pueda ser que la originalidad que yo le concedo a Oribe se agote en dos anécdotas más o menos grotescas.

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