RELATO QUE SE PUBLICARÁ EN EPISODIOS
ADOLFO BIOY CASARES
El perjurio de la nieve
FOTO: de la Red
La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el Tiempo: el pasado se aleja con inexorable rapidez. De la angosta calle Corrientes perduró más alguna de sus casas que su memoria; la segunda guerra mundial se confunde con la primera y hasta «las treinta caras bonitas» del Porteño están dignificadas por nuestra amnesia; el entusiasmo por el ajedrez, que levantó efímeros quioscos en tantas esquinas de Buenos Aires, donde la población competía con lejanos maestros cuyas jugadas resplandecían en tableros allegados por televisión (presunta), se ha olvidado tan perfectamente como el crimen de la calle Bustamante, con el Campana, el Melena y el Silletero, la Afirmación de los civiles, los entre¬veros y las «milongas» en las carpas de Adela, el señor Baigo- rri, que fabricaba tormentas en Villa Luro, y la Semana Trágica. Entonces no deberá asombrarnos que, para algún lector, el nombre de Juan Luis Villafañe carezca de evocaciones. Tampoco nos asombrará que la historia transcripta más adelante, aunque hace quince años sobrecogió al país, hoy se reciba como la tortuosa invención de una fantasía desacre¬ditada.
Villafañe fue un hombre de vastas aunque indisciplinadas lecturas, de insaciable curiosidad intelectual; disponía, ade¬más, de ese modesto y útil sustituto del conocimiento del griego y del latín que es el conocimiento del francés y del in¬glés. Colaboró en Nosotros, La Cultura Argentina y otras re¬vistas, publicó sus mejores páginas anónimamente, en los diarios, y fue el autor de muchos discursos de la buena época de más de un sector del Senado. Confieso que me agradaba su compañía. Sé que llevó una vida desordenada y no estoy seguro de su honestidad. Bebía copiosamente; cuando esta¬ba borracho, contaba sus aventuras con ordenada crudeza. Esto impresionaba, porque Villafañe era «aseado para ha¬blar» (como decía uno de sus mejores amigos, un compo¬sitor de Palermo). Hacia el amor y las mujeres tenía un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional. De su aspecto físico recordaré el parecido del rostro con el de Voltaire, la frente elevada, los ojos nobles, la nariz imperiosa y la escasa estatura.
Cuando publiqué una recopilación de sus artículos, al¬guien quiso ver similitudes entre el estilo de Villafañe y el de Tomás De Quincey. Con más respeto por la verdad que por los hombres, un comentarista anónimo, en Azul, escribió: «Admito que el chambergo de Villafañe es grande; no ad¬mito que ese desmesurado atributo, ni tampoco el apodo enano sombrerudo o, más exacta pero más cacofónicamente petiso sombrerudo, basten para denunciar una identidad, si¬quiera literaria, con De Quincey; pero convengo, en que nuestro autor (medidas las personas) es un peligroso rival para el mismo Jean-Paul (Richter)».
A continuación reproduzco su relato de la terrible aven¬tura en que fue algo más que espectador; aventura que no es tan diáfana como aparece al primer examen. Todos los protagonistas han muerto hace más de nueve años; hace por lo menos catorce que ocurrieron los hechos relatados; tal vez
alguien proteste y diga que este documento saca del merecido olvido hechos que nunca debieron recordarse, ni ocu¬rrir. Yo no discuto esas razones; yo, meramente, cumplo la promesa que me arrancó en la noche de su muerte mi amigo Juan Luis Villafañe, de publicar, este año, el relato. Sin embargo, atendiendo hipotéticas susceptibilidades, alguna que otra vez me he permitido ingenuos anacronismos y he introducido cambios en las atribuciones y en los nombres de personas y de lugares; hay otros cambios, puramente for¬males, sobre los que apenas debo detenerme. Bastará decir que Villafañe nunca se ocupó del estilo y que, por eso, observaba normas severísimas: puntualmente suprimía cuan¬to «que» fuera necesario a su texto, y en trance de evitar re¬peticiones de palabras no había oscuridad que lo arredrara. Pero mis correcciones no lo hubieran ofendido. Creía que Shakespeare y que Cervantes eran meramente perfectos, pero no ignoraba que él escribía borradores. A pesar de los cambios señalados, que sólo para mi escrúpulo no son in¬significantes, la relación que hoy publico es la primera que expone con exactitud y que permite comprender una trage¬dia, de la que nunca se conocieron las causas ni la explica¬ción, aunque sí los horrores.
Añadiré, para terminar, que algunas opiniones de Villafañe sobre el llorado, sobre el inmortal Carlos Oribe (de cuya amistad me siento cada día más orgulloso), provenían, simplemente, de su varonil pero indiscriminada aversión por todos nosotros, los jóvenes.
A.B.C.
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