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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

sábado, 19 de abril de 2014

El cuento en episodios - EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - Octava parte


APORTE DE RALUL ROVIRA


El coronel volvió a mirarlo. —Es un gallo contante y sonante —dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada de mazamorra—. Nos dará para comer tres años. —La ilusión no se come —dijo ella. —No se come, pero alimenta —replico el coronel—. Es algo así como las pastillas milagrosas de mi compadre Sabas. Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío. —Qué te pasa. —Nada —dijo la mujer. Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió. —No es nada raro —dijo—. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todavía no he dado el pésame. Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta de su despacho el padre Angel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente y los gritos de los niiíos oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños amenazó al coronel con una escopeta de palo. —Qué hay del gallo, coronel —dijo con voz autoritaria. El coronel levantó las manos. —Ahí está el gallo. Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: “Virgen de medianoche”. Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer. No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer entró a la casa. Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora. —¿Dónde estabas? —preguntó el coronel. “Por ahí”, respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvió al dormitorio. “Nadie creía que fuera a llover tan temprano”. El coronel no hizo ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la silla en su puesto. Encontró a su mujer rezando el rosario. —No me has contestado una pregunta —dijo el coronel. —Cuál. —¿Dónde estabas? —Me quedé hablando por ahí —dijo ella—. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle. El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la lámpara en el suelo y se acostó. —Te comprendo —dijo tristemente—. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras. Ella exhaló un largo suspiro. —Estaba donde el padre Angel —dijo—. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio. —¿Y qué te dijo? —Que es pecado negociar con las cosas sagradas. Siguió hablando desde el mosquitero. “Hace dos días traté de vender el reloj”, dijo. “A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad”. El coronel comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor. —Tampoco quieren el cuadro —dijo ella—. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.


( ........ )


No necesitó abrir la ventana para identificar a diciembre. Lo descubrió en sus propios huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abrió la puerta y la visión del patio confirmó su intuición. Era un patio maravilloso, con la hierba y los árboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un milímetro sobre el nivel del suelo. Su esposa permaneció en la cama hasta las nueve. Cuando apareció en la cocina ya el coronel había puesto orden en la casa y conversaba con los niños en torno al gallo. Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla. —Quítense del medio —gritó. Dirigió al animal una mirada sombría—. No veo la hora de salir de este pájaro de mal agüero. El coronel examinó a través del gallo el humor de su esposa. Nada en él merecía rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y cárdenos, la cresta rebanada, el animal había adquirido una figura escueta, un aire indefenso. —Asómate a la ventana y olvídate del gallo —dijo el coronel cuando se fueron los niños—. En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato. Ella se asomó a la ventana pero su rostro no reveló ninguna emoción. “Me gustaría sembrar las rosas”, dijo de regreso a la hornilla. El coronel colgó el espejo en el horcón para afeitarse. —Si quieres sembrar las rosas, siémbralas —dijo. Trató de acordar sus movimientos a los de la imagen. —Se las comen los puercos —dijo ella. —Mejor —dijo el coronel—. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas. Buscó a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma expresión. Al resplandor del fuego su rostro parecía modelado en la materia de la hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel siguió afeitándose al tacto como lo había hecho durante muchos años. La mujer pensó, en un largo silencio. — Es que no quiero sembrarlas — dijo. —Bueno —dijo el coronel—. Entonces no las siembres. Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los botines de charol. Su esposa advirtió el cambio. —Si no te pones los nuevos no acabarás de amansarlos nunca —dijo. —Son zapatos de paralítico —protestó el coronel—. El calzado debían venderlo con un mes de uso. Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta. Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina. Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no había previsto ese contratiempo. “Tarde o temprano tiene que venir”, se dijo, y se dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar. CONTINUARÁ...

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