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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

sábado, 19 de abril de 2014

El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - GABRIEL GARCIA MARQUEZ - Último capítulo


APORTE DE RAUL ROVIRA

. El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar. —Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida —dijo—. Pero si no, no. Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido. Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso. —No quiero morirme en tinieblas —dijo. El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo, pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer. —Es la misma historia de siempre —comenzó ella un momento después—. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años. El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable. —Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar. —El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento. —También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo. —No estoy solo —dijo el coronel. Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando. —Vamos a hacer una cosa —la interrumpió el coronel. —Lo único que se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer. —También se puede vender el reloj. —No lo compran. —Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos. —No te los da. —Entonces se vende el cuadro. Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales. —No lo compran —dijo. —Ya veremos —dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa. Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro. —Contéstame. El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez. —Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer. —Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde. —Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder. —Es un gallo que no puede perder. —Pero suponte que pierda. —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel. La mujer se desesperó. —Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder. — Mierda.


París, enero de 1957.

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