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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

sábado, 19 de abril de 2014

El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA-GARCÍA MARQUEZ- Tercera parte


APORTE DE RAUL ROVIRA


El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros de Agustín —oficiales de sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la gallera — aprovecharon la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma. El coronel volvió al cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había reaccionado. —Qué dicen —preguntó. —Entusiasmados —informó el coronel—. Todos están ahorrando para apostarle al gallo. —No sé qué le han visto a ese gallo tan feo —dijo la mujer—. A mí me parece un fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas. —Ellos dicen que es el mejor del Departamento —replicó el coronel—. Vale como cincuenta pesos. Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros higados”. El coronel se tomó todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero. —Es por pocos meses —dijo—. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero. Después podemos venderlo a mejor precio. Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos planchas de hierro calentadas al carbón. —Cuál es el apuro de salir a la calle —preguntó. —El correo. “Se me había olvidado que hoy es viernes”, comentó ella de regreso al cuarto. El coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos. —Ya esos zapatos están de botar —dijo—. Sigue poniéndote los botines de charol. El coronel se sintió desolado. —Parecen zapatos de huérfano — protestó—. Cada vez que me los pongo me siento fugado de un asilo. —Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo —dijo la mujer. También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran las lanchas. Botines de charol pantalón blanco sin correa y la camisa sin el cuello postizo, cerrada arriba con el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas desde el almacén del sirio Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina. La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada, descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El gallo había agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de correos subió a la lancha, desató el saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo tuvo a la vista.

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Entonces volvió al cuarto por el gallo. —Anoche estabas delirando de fiebre —dijo la mujer. Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El coronel hizo un esfuerzo para recordar. —No era fiebre —mintió—. Era otra vez el sueño de las telarañas. Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su presencia desbordaba la casa. "Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar", dijo, mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer que la tierra del trópico es capaz de producir. —Si tienes ganas de cantar, canta —dijo el coronel—. Esto es bueno para la bilis. El médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó: —Se murieron los enfermos. El coronel se levantó a recibirlo. —Así es doctor, —dijo dirigiéndose a la sala—. Yo siempre he dicho que su reloj anda con el de los gallinazos. CONTINUARÁ...

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