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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

miércoles, 30 de abril de 2014

QUIERO ODIARTE - RAÚL ROVIRA



QUIERO ODIARTE - RAÚL ROVIRA
1 de mayo de 2014 a la(s) 0:33
Quiero odiarte
para deshacer el fuego de tu recuerdo
cada día cuando viene a visitarme;
quiero odiarte
para secar la fuente maravillosa
del Edén que me dejó tu primer beso de amor;
quiero odiarte
para no ver tus ojos
mirando los trillos de tu ausencia en mi alma;
quiero odiarte
para no tocar en las noches tu mano tibia
que busca mi sangre,
tu mano que gime;
quiero odiarte
para no sentir tu cuerpo,
guirnalda engarzada en las praderas de mi piel
que te reclama en cada paso del viento;
quiero odiarte
para que las mariposas de tu pelo
no se deslicen entre mis dedos;
quiero odiarte
para que tu ternura
no guíe más el rumbo de mis pasos de muerte;
quiero odiarte
para que tu amor
de rosas y astromelias,
de pan y fuego,
de trigo, de nácar, de cielo,
no viva más en el fondo de mi corazón;
quiero odiarte,
quiero odiarte pero TE AMO.


RAÚL ROVIRA

Sar Poet Romero - Mariposas en la panza



-POETA CONTEMPORÁNEO


Sar Poet Romero
5 de marzo
Mariposas en la panza

Llegaste un día cualquiera a mi vida
Así como las hojas de otoño
Van y vienen por las calles desoladas de mi corazón
llegaste para pintar mi mundo ce color.
Creí que esa sensación de mariposas en la panza
Nunca más volvería a sentir
Pero las hiciste revivir
Volví a sonreír,
suspirar,
extrañar,
necesitar,
y luego de mucho hablar
descubrimos nuestra gran afinidad
la complicidad
de nuestras miradas
el sentirnos a centímetros de nuestra piel
nuestras almas se deseaban
nos encontramos y sellamos con un beso
la necesidad de tocarnos,
conocernos y enlazamos nuestras almas amándonos
tatuamos en la memoria tan bello encuentro
desde entonces aquí estoy
pensándote a cada instante
recordándote, deseándote
buscándote entre la gente
enviándote mis suspiros
mis lágrimas y mis anhelos con el viento.
y me desgarra la tristeza
no tener tus brazos, tus caricias
tus palabras, tu voz
pero me mantiene la esperanza
de que en alguna parte de este mundo tan vano
estaremos coincidiendo una vez más
bajo millones de estrellas
y la misma luna.

martes, 29 de abril de 2014

Antonio Jurado Rivera‎LIBRO ELECTRÓNICO ABRIL 2014 A MI MADRE





Antonio Jurado Rivera‎LIBRO ELECTRÓNICO ABRIL 2014

A MI MADRE
Deseo que allí no sufras,
ni sientas el desconsuelo,
ni te olvides de nosotros,
que nunca te olvidaremos.
Y de aquí a la eternidad
del último día del tiempo,
para servirnos de guía,
que siempre brille la luz
en tu trocito de cielo.
Y cuando me veas perdido,
baja y déjame tu hombro
para sentir tú consuelo.
Que iremos viniendo a verte
cada vez que sea posible,
para contarte la vida,
a este jardín del silencio.
Antonio Jurado - España
© Derechos reservados

Alejandra Pizarnik: Memoria Iluminada (completo)

Título: PECADOS CAPITALES Autor: Diego López (Argentina)




Diego Lopez
Hace aproximadamente una hora
Me visitó la soberbia en algún instante tardío
devorando la humildad dormida en mis ojos
Contemplé el reflejo de la altivez en mi alma
y deambulé tiempos viciado de insolencias.

Me desnudé en la lujuria de besos paganos
acariciando la piel de un deseo que respira
Y fui embiste en trémulas noches perpetuas
cuando pasión comulgaba con mis avideces.

Me condenó la gula a morder mis sentencias
me engullí el nutriente que sabe de pecados
Y la templanza se tornó ausencia de mis días
cuando el hambre ensombreció mis mesuras.

Me aprisionaron zarpas cruentas de avaricia
donde excreta el egoísmo la ruindad eterna
Y me volví ambición desmedida en avernos
porque es carroña lo que acecha mi codicia.

Me doblegó la envidia que no ciñe nobleza
y enclaustró la caridad en deseos enfermos
Y deseé lo que mora en remansos foráneos
porque es afán de poseer que me carcome.

Me entristeció el legado de la ira cruenta
donde bebí veneno de la sierpe violenta
Y fui ofensa que hiede cólera y muertes
porque la rabia que me habita es saña.

Me tentó la pereza para abdicar la prisa
me susurró adormecida… la parsimonia
Para que el apremio feneciera indolente
en sus brazos... haraganes de diligencias.

Me desnudan… me condenan pétreo
los pecados capitales.

Título: PECADOS CAPITALES
Autor: Diego López (Argentina)
Imagen tomada de la red

lunes, 28 de abril de 2014

Silencios - cortometraje sobre el bullying

domingo, 27 de abril de 2014

FERIA DEL LIBRO NÚMERO 40




La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que abre sus puertas al público mañana, celebrará su capítulo 40 con visitas estelares como el estadounidense Paul Auster, el Premio Nobel de Literatura sudafricano John Maxwell Coetzee y los españoles Almudena Grandes y Arturo Pérez-Reverte. Emitido por Visión 7, noticiero de la TV Pública argentina, el miércoles 23 de abril de 2014.http://www.tvpublica.com.ar

Visión 7: Mañana comienza la Feria del Libro

viernes, 25 de abril de 2014

APRENDÍ EL COLOR DEL MUNDO - AMPARO ESTÉVEZ SAVIZA - Prólogo de la novela autobiográfica de la autora/ 25/04/2014





APRENDÍ EL COLOR
DEL MUNDO

Ni bien puse mi mirada
en lo bello de este mundo,
iba a saber que en el destello
de la luz y en lo profundo,
estaba la verdad y el sendero
esos que sólo eran suyos
padre y madre ¡Es el sumo!
El saber y conocer juntos
la habilidad de las letras
instálose así la obra,
de la mente y mi cabeza
Secuencia de los números,
bailando de uno en uno,
programas de problemas
de corchetes y sistemas
de batallas bien ganadas
de amor y naturaleza…
De microbios y medusas,
del mono y el hombre erecto
de los huesos y esqueleto
de la luna y las estrellas
de mis dedos y mi pluma
del titilar de las teclas,
los acordes y la música,
La pintura y las musas,
bailan entre mis dedos
Por mis padres y maestros
aprendí que todo es hoy,
que ayer estaba guardado
muy dentro de mi mente
para salir al encuentro
de recuerdos impacientes
De los días y premuras
del saber y silentes
de circunstancias banales
o de profundos reclamos
Esos saberes me dieron
junto al amor y la vida
entender cómo los amo
en las horas transcurridas
Y aún salen en el asomo
sonrisas que me dejaron
sin pronunciar los cómo
con la paciencia divina
que sólo Dios aproxima
Con las manos que acarician
al silencio en carne viva
hago salir mis letras
de la pluma y los sentidos
que despiertan y adivinan
Me legaron esperanza,
lucha y buena vibra…
¡Quiero sea surcada
honrando siempre a la vida!
A MIS PADRES
Amparo Estévez Saviza
Derechos Reservados de Autor
Prólogo de la novela autobiográfica
de la autora/ 25/04/2014

miércoles, 23 de abril de 2014

Cervantes y la leyenda de don Quijote canal historia

Juana Manso - parte 4 -

Juana Manso - parte 3 -

Juana Manso - parte 2 -

Juana Manso - parte1 -

martes, 22 de abril de 2014

Mensaje conmovedor para el planeta tierra

lunes, 21 de abril de 2014

Armando Tejada Gómez - Oración a la Bandera

ARMANDO TEJADA GOMEZ - LA VIDA DOS VECES

Armando Tejada Gómez - Hay un Niño en la Calle

Muchacha Armando Tejada Gomez

Diego Lopez - PALABRA AMANTE



Diego Lopez
Hace aproximadamente una hora
Me seduce la idea de encontrarte sin espinas
donde tus pétalos acaricien mis hojas mustias.
Me renace el tiempo de vislumbrar tu mirada
tan desnuda como la piel danzando mis roces.

Me estremece el sabor de tus labios ardientes
donde tu lengua juega a descubrir mis deseos.
Me embruja la noche desvistiendo tus pecados
sobre el abrazo eterno de tus ojos y mis fuegos.

Me pierdo en el éxtasis sublime de tus silencios
que comulgan alquimias… de mi palabra amante.

Título: PALABRA AMANTE
Autor: Diego López (Argentina)
Imagen tomada de la red

sábado, 19 de abril de 2014

LA LÁGRIMA - Amparo Estévez Saviza




LA LÁGRIMA
La lágrima es lo único
que va rodando y fenece
viajero de aprendizajes
sin permiso ni leyes
Ella logra separarte
de la boca y la mejilla
se instala en el surco y
en tu rostro se muere
Pero nunca te avisa,
¡Eres tú su tormento!
Es lluvia luego del trueno,
hace estallar pensamientos
No la quieres pero llega
y tú no aplazas enjundios
ni anulas tus sentimientos,
toma sendero de gritos
te envenena, son capricho…
y la sonrisa no puede
calmar esa triste angustia
ni los tormentos vividos
de la vida casi mustia
Ya no sabes si olvidar
aquello de tus recuentos
“Ni UNO más UNO eran dos
ni DOS jamás fueron UNO”
Pero de cierto sí sabes
que el corazón, no lo dudes
¡Siempre, siempre lo supo!
Allí donde anida un sueño
te despiertas con ninguno
Las suelas allí en la tierra
hacen barro del musgo
pisotean en la hierba
los sueños inoportunos.
“Ni UNO más UNO eran dos
ni DOS jamás fueron UNO”
AMPARO ESTEVEZ SAVIZA
DRA-0104201401-ARGENTINA

UNO QUISIERA ABRAZAR - Amparo Estevez Saviza






UNO QUISIERA ABRAZAR


Uno quisiera abrazar a todo el mundo en este día
A los que están siempre
A los que nunca te abandonan
A los que sabes que te quieren pero no lo dicen
A los que te brindan su cariño sin pedir nada
A los regalos que te dio la vida, hijos y nietos
A los amigos que nunca fallan
A los padres que ya no están
A los seres que se cruzaron felizmente en nuestras vidas
A los que nos perdonaron
A los que perdonamos
A los que están lejos y nos recuerdan
A los que todos los días luchan por un mundo mejor-Por
conservar los abrazos-Las palabras que llegan al alma-Nos ayudan
a continuar los sueños-Nos hacen sentir la magia-Nos impulsan
a vivir con alegría…y tanto más
A todos Ustedes mis contactos y amigos que hacen de mi cotidianeidad
felices momentos que me ayudan a vivir…¡¡¡GRACIAS!!!Y FELICES PASCUAS

Vida y obra de Octavio Paz. Vida, 1a parte (1914 - 1968)

El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - GABRIEL GARCIA MARQUEZ - Último capítulo


APORTE DE RAUL ROVIRA

. El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar. —Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida —dijo—. Pero si no, no. Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido. Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso. —No quiero morirme en tinieblas —dijo. El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo, pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer. —Es la misma historia de siempre —comenzó ella un momento después—. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años. El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable. —Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar. —El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento. —También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo. —No estoy solo —dijo el coronel. Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando. —Vamos a hacer una cosa —la interrumpió el coronel. —Lo único que se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer. —También se puede vender el reloj. —No lo compran. —Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos. —No te los da. —Entonces se vende el cuadro. Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales. —No lo compran —dijo. —Ya veremos —dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa. Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro. —Contéstame. El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez. —Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer. —Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde. —Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder. —Es un gallo que no puede perder. —Pero suponte que pierda. —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel. La mujer se desesperó. —Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder. — Mierda.


París, enero de 1957.

El cuento en episodios - EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA -GABRIEL GARCIA MARQUEZ - Décima parte


APORTE DE RAUL ROVIRA
*******—Todo el año debía ser diciembre —murmuró, sentado en el almacén del sirio Moisés—. Se siente uno como si fuera de vidrio. El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo para traducir la idea a su árabe casi olvidado. Era un oriental plácido forrado hasta el cráneo en una piel lisa y estirada, con densos movimientos de ahogado. Parecía efectivamente salvado de las aguas. —Así era antes —dijo—. Si ahora fuera lo mismo yo tendría ochocientos noventa y siete años. ¿Y tú? “Setentá y cinco” , dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de correos. Sólo entonces descubrió el circo. Reconoció la carpa remendada en el techo de la lancha del correo entre un montón de objetos de colores. Por un instante perdió al administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras lanchas. No las encontró. —Es un circo —dijo—. Es el primero que viene en diez años. El sirio Moisés verificó la información. Habló a su mujer en una mescolanza de árabe y español. Ella respondió desde la trastienda. Él hizo un comentario para sí mismo y luego tradujo su preocupación al coronel. —Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vendérselo al circo. El coronel se dispuso a seguir al administrador. —No es un circo de fieras —dijo. —No importa —replicó el sirio—. Los maromeros comen gatos para no romperse los huesos. Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza. Allí lo sorprendió el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo. Sólo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos. Pasó de largo por la oficina de correos. Un momento después estaba sumergido en la turbulenta atmósfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo, indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento. El coronel no experimentó ninguna emoción. Fue una sucesión de asaltos iguales. Una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una alborotada ovación. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una vuelta sobre sí mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atacó. Rechazó cada asalto y volvió a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban. Germán saltó la barrera, lo levantó con las dos manos y lo mostró al público de las graderías. Hubo una frenética explosión de aplausos y gritos. El coronel notó la desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo. Le pareció una farsa a la cual —voluntaria y conscientemente— se prestaban también los gallos. Examinó la galería circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una multitud exaltada se precipitó por las graderías hacia la pista. El coronel observó la confusión de rostros cálidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la gente nueva del pueblo. Revivió —como en un presagio— un instante borrado en el horizonte de su memoria. Entonces saltó la barrera, se abrió paso a través de la multitud concentrada en el redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos de Germán. Se miraron sin parpadear. —Buenas tardes, coronel. El coronel le quitó el gallo. “Buenas tardes”, murmuró. Y no dijo nada más porque lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos. —Usted no estaba en la casa —dijo Germán, perplejo. Lo interrumpió una nueva ovación. El coronel se sintió intimidado. Volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo. Todo el pueblo —la gente de abajo— salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa. No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde —otro viernes sin carta— la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos. Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera. En la puerta se dirigió a los niños. —Todos para su casa —dijo—. Al que entre lo saco a correazos. Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio. —Se lo llevaron a la fuerza —gritó—. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva. El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer. —Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres —dijo—. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo. Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión. —Hicieron bien —dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura—: El gallo no se vende. Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero. —Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas —dijo—. El resto se le paga cuando venga la pensión. —Y si no viene... —preguntó la mujer. —Vendrá. —Pero si no viene... —Pues entonces no se le paga. Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió. —Los zapatos se devuelven —dijo el coronel—. Son trece pesos más para mi compadre. —No los reciben —dijo ella. —Tienen que recibirlos —replicó el coronel—. Sólo me los he puesto dos veces. —Los turcos no entienden de esas cosas —dijo la mujer. —Tienen que entender. —Y si no entienden... —Pues entonces que no entiendan. Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi enseguida —tres horas después— el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria. —Estás despierto. —Sí. —Trata de entrar en razón —dijo la mujer—. Habla mañana con mi compadre Sabas. —No viene hasta el lunes. —Mejor —dijo la mujer—. Así tendrás tres días para recapacitar. —No hay nada que recapacitar —dijo el coronel. El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca. —Estás desvelado —dijo la mujer. —Sí. Ella pensó un momento. —No estamos en condiciones de hacer esto —dijo—. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos. —Ya falta poco para que venga la pensión —dijo el coronel. —Estás diciendo lo mismo desde hace quince años. —Por eso —dijo el coronel—. Ya no puede demorar mucho más. Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido. —Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca —dijo la mujer. —Llegará. —Y si no llega... Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar. Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias. —Es hora del almuerzo —dijo. —No hay almuerzo —dijo la mujer. Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida. En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima. Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando. —Eres un desconsiderado —dijo. El coronel no habló. —Eres caprichoso, terco y desconsiderado —repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectificó supersticiosamente la posición. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo. —Es distinto —dijo el coronel. —Es lo mismo —replicó la mujer—. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía. CONTINUARÁ...

El cuento en episodios - EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - Novena parte


APORTE DE RAUL ROVIRA
*******—Todo el año debía ser diciembre —murmuró, sentado en el almacén del sirio Moisés—. Se siente uno como si fuera de vidrio. El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo para traducir la idea a su árabe casi olvidado. Era un oriental plácido forrado hasta el cráneo en una piel lisa y estirada, con densos movimientos de ahogado. Parecía efectivamente salvado de las aguas. —Así era antes —dijo—. Si ahora fuera lo mismo yo tendría ochocientos noventa y siete años. ¿Y tú? “Setentá y cinco” , dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de correos. Sólo entonces descubrió el circo. Reconoció la carpa remendada en el techo de la lancha del correo entre un montón de objetos de colores. Por un instante perdió al administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras lanchas. No las encontró. —Es un circo —dijo—. Es el primero que viene en diez años. El sirio Moisés verificó la información. Habló a su mujer en una mescolanza de árabe y español. Ella respondió desde la trastienda. Él hizo un comentario para sí mismo y luego tradujo su preocupación al coronel. —Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vendérselo al circo. El coronel se dispuso a seguir al administrador. —No es un circo de fieras —dijo. —No importa —replicó el sirio—. Los maromeros comen gatos para no romperse los huesos. Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza. Allí lo sorprendió el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo. Sólo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos. Pasó de largo por la oficina de correos. Un momento después estaba sumergido en la turbulenta atmósfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo, indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento. El coronel no experimentó ninguna emoción. Fue una sucesión de asaltos iguales. Una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una alborotada ovación. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una vuelta sobre sí mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atacó. Rechazó cada asalto y volvió a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban. Germán saltó la barrera, lo levantó con las dos manos y lo mostró al público de las graderías. Hubo una frenética explosión de aplausos y gritos. El coronel notó la desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo. Le pareció una farsa a la cual —voluntaria y conscientemente— se prestaban también los gallos. Examinó la galería circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una multitud exaltada se precipitó por las graderías hacia la pista. El coronel observó la confusión de rostros cálidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la gente nueva del pueblo. Revivió —como en un presagio— un instante borrado en el horizonte de su memoria. Entonces saltó la barrera, se abrió paso a través de la multitud concentrada en el redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos de Germán. Se miraron sin parpadear. —Buenas tardes, coronel. El coronel le quitó el gallo. “Buenas tardes”, murmuró. Y no dijo nada más porque lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos. —Usted no estaba en la casa —dijo Germán, perplejo. Lo interrumpió una nueva ovación. El coronel se sintió intimidado. Volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo. Todo el pueblo —la gente de abajo— salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa. No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde —otro viernes sin carta— la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos. Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera. En la puerta se dirigió a los niños. —Todos para su casa —dijo—. Al que entre lo saco a correazos. Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio. —Se lo llevaron a la fuerza —gritó—. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva. El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer. —Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres —dijo—. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo. Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión. —Hicieron bien —dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura—: El gallo no se vende. Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero. —Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas —dijo—. El resto se le paga cuando venga la pensión. —Y si no viene... —preguntó la mujer. —Vendrá. —Pero si no viene... —Pues entonces no se le paga. Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió. —Los zapatos se devuelven —dijo el coronel—. Son trece pesos más para mi compadre. —No los reciben —dijo ella. —Tienen que recibirlos —replicó el coronel—. Sólo me los he puesto dos veces. —Los turcos no entienden de esas cosas —dijo la mujer. —Tienen que entender. —Y si no entienden... —Pues entonces que no entiendan. Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi enseguida —tres horas después— el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria. —Estás despierto. —Sí. —Trata de entrar en razón —dijo la mujer—. Habla mañana con mi compadre Sabas. —No viene hasta el lunes. —Mejor —dijo la mujer—. Así tendrás tres días para recapacitar. —No hay nada que recapacitar —dijo el coronel. El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca. —Estás desvelado —dijo la mujer. —Sí. Ella pensó un momento. —No estamos en condiciones de hacer esto —dijo—. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos. —Ya falta poco para que venga la pensión —dijo el coronel. —Estás diciendo lo mismo desde hace quince años. —Por eso —dijo el coronel—. Ya no puede demorar mucho más. Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido. —Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca —dijo la mujer. —Llegará. —Y si no llega... Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar. Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias. —Es hora del almuerzo —dijo. —No hay almuerzo —dijo la mujer. Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida. En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima. Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando. —Eres un desconsiderado —dijo. El coronel no habló. —Eres caprichoso, terco y desconsiderado —repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectificó supersticiosamente la posición. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo. —Es distinto —dijo el coronel. —Es lo mismo —replicó la mujer—. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía. CONTINUARÁ...

El cuento en episodios - EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - Octava parte


APORTE DE RALUL ROVIRA


El coronel volvió a mirarlo. —Es un gallo contante y sonante —dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada de mazamorra—. Nos dará para comer tres años. —La ilusión no se come —dijo ella. —No se come, pero alimenta —replico el coronel—. Es algo así como las pastillas milagrosas de mi compadre Sabas. Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío. —Qué te pasa. —Nada —dijo la mujer. Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió. —No es nada raro —dijo—. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todavía no he dado el pésame. Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta de su despacho el padre Angel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente y los gritos de los niiíos oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños amenazó al coronel con una escopeta de palo. —Qué hay del gallo, coronel —dijo con voz autoritaria. El coronel levantó las manos. —Ahí está el gallo. Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: “Virgen de medianoche”. Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer. No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer entró a la casa. Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora. —¿Dónde estabas? —preguntó el coronel. “Por ahí”, respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvió al dormitorio. “Nadie creía que fuera a llover tan temprano”. El coronel no hizo ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la silla en su puesto. Encontró a su mujer rezando el rosario. —No me has contestado una pregunta —dijo el coronel. —Cuál. —¿Dónde estabas? —Me quedé hablando por ahí —dijo ella—. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle. El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la lámpara en el suelo y se acostó. —Te comprendo —dijo tristemente—. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras. Ella exhaló un largo suspiro. —Estaba donde el padre Angel —dijo—. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio. —¿Y qué te dijo? —Que es pecado negociar con las cosas sagradas. Siguió hablando desde el mosquitero. “Hace dos días traté de vender el reloj”, dijo. “A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad”. El coronel comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor. —Tampoco quieren el cuadro —dijo ella—. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.


( ........ )


No necesitó abrir la ventana para identificar a diciembre. Lo descubrió en sus propios huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abrió la puerta y la visión del patio confirmó su intuición. Era un patio maravilloso, con la hierba y los árboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un milímetro sobre el nivel del suelo. Su esposa permaneció en la cama hasta las nueve. Cuando apareció en la cocina ya el coronel había puesto orden en la casa y conversaba con los niños en torno al gallo. Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla. —Quítense del medio —gritó. Dirigió al animal una mirada sombría—. No veo la hora de salir de este pájaro de mal agüero. El coronel examinó a través del gallo el humor de su esposa. Nada en él merecía rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y cárdenos, la cresta rebanada, el animal había adquirido una figura escueta, un aire indefenso. —Asómate a la ventana y olvídate del gallo —dijo el coronel cuando se fueron los niños—. En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato. Ella se asomó a la ventana pero su rostro no reveló ninguna emoción. “Me gustaría sembrar las rosas”, dijo de regreso a la hornilla. El coronel colgó el espejo en el horcón para afeitarse. —Si quieres sembrar las rosas, siémbralas —dijo. Trató de acordar sus movimientos a los de la imagen. —Se las comen los puercos —dijo ella. —Mejor —dijo el coronel—. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas. Buscó a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma expresión. Al resplandor del fuego su rostro parecía modelado en la materia de la hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel siguió afeitándose al tacto como lo había hecho durante muchos años. La mujer pensó, en un largo silencio. — Es que no quiero sembrarlas — dijo. —Bueno —dijo el coronel—. Entonces no las siembres. Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los botines de charol. Su esposa advirtió el cambio. —Si no te pones los nuevos no acabarás de amansarlos nunca —dijo. —Son zapatos de paralítico —protestó el coronel—. El calzado debían venderlo con un mes de uso. Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta. Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina. Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no había previsto ese contratiempo. “Tarde o temprano tiene que venir”, se dijo, y se dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar. CONTINUARÁ...

El cuento en episodios -EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - Séptima parte


APORTE DE RAUL ROVIRA


—Espérese y le presto un paraguas, compadre. Don Sabas abrió un armario empotrad o en el muro de la oficina. Descubrió un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe. “Gracias, compadre”, dijo acodado en la ventana. “Prefiero esperar a que escampe”. Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la lluvia. Era una tarde desierta. —La lluvia es distinta desde esta ventana —dijo—. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo. —La lluvia es la lluvia desde cualquier parte —replicó don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio—. Este es un pueblo de mierda. El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo, amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas lo siguió con una mirada completamente vacía. —Yo en su lugar no pensaría lo mismo —dijo el coronel. Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una tristeza de sapo en los ojos. —Hágase ver del médico, compadre —dijo don Sabas—. Usted está un poco fúnebre desde el día del entierro. El coronel levantó la cabeza. —Estoy perfectamente bien —dijo. Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. “Si yo pudiera decir lo mismo”, se lamentó. “Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre”. Contempló el peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra negra sobre el anillo de matrimonio. —Asi es —admitió el coronel. Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio. Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla blanca del tamaño de un grano de habichuela. —Es un martirio andar con esto por todas partes —dijo—. Es como cargar la muerte en el bolsillo. El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invitó a saborearla. —Es para endulzar el café —le explicó—. Es azúcar, pero sin azúcar. —Por supuesto —dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste—. Es algo así como repicar pero sin campanas. Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al armario. —El paraguas tiene algo que ver con la muerte —dijo. El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas. Aún llovía cuando pitaron las lanchas. “Todo el mundo dice que la muerte es una mujer”, siguió diciendo la mujer. Era corpulenta, más alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador eléctrico. “Pero a mí no me parece que sea una mujer”, dijo. Cerró el armario y se volvió a consultar la mirada del coronel: —Yo creo que es un animal con pezuñas. —Es posible —admitió el coronel—. A veces suceden cosas muy extrañas. Pensó en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de hule. Había transcurrido un mes desde cuando cambió de abogado. Tenía derecho a esperar una respuesta. La mujer de don Sabas siguió hablando de la muerte hasta cuando advirtió la expresión absorta del coronel. —Compadre —dijo—. Usted debe tener una preocupación. El coronel recuperó su cuerpo. —Así es comadre —mintió—. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto la inyección al gallo. Ella quedó perpleja. —Una inyección para un gallo como si fuera un ser humano —gritó—. Eso es un sacrilegio. Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado. —Cierra la boca un minuto —ordenó a su mujer. Ella se llevó efectivamente las manos a la boca—. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonterías. —De ninguna manera —protestó el coronel. La mujer dio un portazo. Don Sabas se secó el cuello con un pañuelo impregnado de lavanda. El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta. —¿Es cierto que están inyectando al gallo? —Es cierto —dijo el coronel—. Los entrenamientos empiezan la semana entrante. —Es una temeridad —dijo don Sabas—. Usted no está para esas cosas. —De acuerdo —dijo el coronel—. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo. “Es una temeridad idiota”, dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad. —Siga mi consejo, compadre —dijo don Sabas—. Venda ese gallo antes que sea demasiado tarde. —Nunca es demasiado tarde para nada —dijo el coronel. —No sea irrazonable —insistió don Sabas—. Es un negocio de dos filos. Por un lado se quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el bolsillo. —Novecientos pesos —exclamó el coronel. —Novecientos pesos. El coronel concibió la cifra. —¿Usted cree que darán ese dineral por el gallo? —No es que lo crea —respondió don Sabas—. Es que estoy absolutamente seguro. Era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que restituyó los fondos de la revolución. Cuando salió de la oficina de don Sabas sentía una fuerte torcedura en las tripas, pero tenía conciencia de que esta vez no era a causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigió directamente al administrador: —Estoy esperando una carta urgente —dijo—. Es por avión. El administrador buscó en las casillas clasificadas. Cuando acabó de leer repuso las cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudió la palma de las manos y dirigió al coronel una mirada significativa. —Tenía que llegarme hoy con seguridad —dijo el coronel. El administrador se encogió de hombros. —Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel. Su esposa lo recibió con un plato de mazamorra de maíz. Él la comió en silencio con largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a él la mujer advirtió que algo había cambiado en la casa. —Qué te pasa —preguntó. —Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensión —mintió el coronel—. Dentro de cincuenta años nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre hombre agonizará todos los viernes esperando su jubilación. “Mal síntoma”, dijo la mujer. “Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte”. Siguió con su mazamorra. Pero un momento después se dio cuenta de que su marido continuaba ausente. —Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra. —Está muy buena —dijo el coronel—. ¿De dónde salió? —Del gallo —respondió la mujer—. Los muchachos le han traído tanto maíz, que decidió compartirlo con nosotros. Así es la vida. —Así es —suspiró el coronel—. La vida es la cosa mejor que se ha inventado. Miró al gallo amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareció un animal diferente. También la mujer lo miró. —Esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo —dijo—. Trajeron una gallina vieja para enrazarla con el gallo. —No es la primera vez —dijo el coronel—. Es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar. Ella celebró la ocurrencia. El gallo produjo un sonido gutural que llegó hasta el corredor como una sorda conversación humana. “A veces pienso que ese animal va a hablar”, dijo la mujer.CONTINUARÁ...


El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA- GARCÍA MARQUEZ - Sexta parte


APORTE DE RAUL ROVIRA

. —¿Tienes todavía aquel recorte? La mujer pensó. —Sí. Debe estar con los otros papeles. Salió del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta elástica. Localizó un anuncio de una agencia de abogados que se comprometía a una gestión activa de las pensiones de guerra. —Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubiéramos tenido tiempo hasta de gastarnos la plata —dijo la mujer, entregando a su marido el recorte del periódico—. Nada sacamos con que nos la metan en el cajón como a los indios. El coronel leyó el recorte fechado dos años antes. Lo guardó en el bolsillo de la camisa colgada detrás de la puerta. —Lo malo es que para el cambio de abogado necesito dinero. —Nada de eso —decidió la mujer Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea de la misma pensión cuando la cobren. Es la única manera de que se interesen en el asunto. Así que el sábado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontró tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada más que los dos colmillos en la mandíbula superior. Metió los pies en unas pantuflas con suelas de madera y abrió la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles embutidos en los espacios de los rollos: recortes del “Diario Oficial” pegados con goma en viejos cuadernos de contabilidad y una colección salteada de los boletines de la contraloría. La pianola sin teclas servía al mismo tiempo de escritorio. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el propósito de su visita. “Yo le advertí que la cosa no era de un día para el otro”, dijo el abogado en una pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la silla y se abanicó con un cartón de propaganda. —Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse. —Es lo mismo desde hace quince años —replicó el coronel—. Esto empieza a parecerse al cuento del gallo capón. El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La silla era demasiado estrecha para sus nalgas otoñales. “Hace quince años era más fácil”, dijo. “Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por elementos de los dos partidos”. Se llenó los pulmones de un aire abrasante y pronunció la sentencia como si acabara de inventarla. —La unión hace la fuerza. —En este caso no la hizo —dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su soledad—. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo. El abogado no se alteró. —La ley fue promulgada demasiado tarde —dijo—. No todos tuvieron la suerte de usted que fue coronel a los veinte años. Además no se incluyó una partida especial, de manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendes en el presupuesto. Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo resentimiento. “Esto no es una limosna”, dijo. “No se trata de hacernos un favor. Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república”. El abogado se abrió de brazos. —Así es, coronel —dijo—. La integridad humana no tiene límites. También esa historia la conocía el coronel. Había empezado a escucharla al día siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno prometió auxilios de viajes e indemnizaciones a doscientos oficiales de la revolución. Acampado en torno a la gigantesca ceiba de Neerlandia un batallón revolucionario compuesto en gran parte por adolescentes fugados de la escuela, esperó durante tres meses. Luego regresaron a sus casas por sus propios medios y allí siguieron esperando. Casi sesenta años después todavía el coronel esperaba. Excitado por los recuerdos asumió una actitud trascendental. Apoyó en el hueso del muslo la mano derecha —puros huesos cosidos con fibras nerviosas— y murmuró: —Pues yo he decidido tomar una determinación. El abogado quedó en suspenso. —¿Es decir? —Cambio de abogado. Una pata seguida de varios patitos amarillos entró al despacho. El abogado se incorporó para hacerla salir. “Como usted diga, coronel”, dijo, espantando los animales. “Será como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaria viviendo en este corral”. Puso una verja de madera en la puerta del patio y regresó a la silla. —Mi hijo trabajó toda su vida —dijo el coronel—. Mi casa está hipotecada. La ley de jubilaciones ha sido una pensión vitalicia para los abogados. —Para mí no —protestó el abogado—. Hasta el último centavo se ha gastado en diligencias. El coronel sufrió con la idea de haber sido injusto. —Eso es lo que quise decir —corrigió. Se secó la frente con la manga de la camisa—. Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza. Un momento después el abogado revolvió el despacho en busca del poder. El sol avanzó hacia el centro de la escueta habitación construida con tablas sin cepillar. Después de buscar inútilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando, y cogió un rollo de papeles bajo la pianola. —Aqui está. Entregó al coronel una hoja de papel sellado. “Tengo que escribirles a mis agentes para que anulen las copias”, concluyó. El coronel sacudió el polvo y se guardó la hoja en el bolsillo de la camisa. —Rómpala usted mismo —dijo el abogado. “No”, respondió el coronel. “Son veinte años de recuerdos”. Y esperó a que el abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor. Desde allí miró al coronel a través de una atmósfera reverberante. —También necesito los documentos —dijo el coronel. —Cuáles. —La justificación. El abogado se abrió de brazos. —Eso sí que será imposible, coronel. El coronel se alarmó. Como tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado. El coronel Aureliano Buendía —intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atlántico— extendió el recibo de los fondos e incluyó dos baúles en el inventario de la rendición. —Son documentos de un valor incalculable —dijo el coronel—. Hay un recibo escrito de su puño y letra del coronel Aureliano Buendía. —De acuerdo —dijo el abogado—. Pero esos documentos han pasado por miles y miles de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del ministerio de guerra. —Unos documentos de esa índole no pueden pasar inadvertidas para ningún funcionario —dijo el coronel. —Pero en los últimos quince aiios han cambiado muchas veces los funcionarios —precisó el abogado—. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambió sus empleados por lo menos cien veces. —Pero nadie pudo llevarse los documentos para su casa —dijo el coronel—. Cada nuevo funcionario debió encontrarlos en su sitio. El abogado se desesperó. —Además, si esos papeles salen ahra del ministerio tendrán que someterse a un nuevo turno para el escalafón. —No importa —dijo el coronel. —Será cuestión de siglos. —No importa. El que espera lo mucho espera lo poco.

CONTINUARÁ...

El cuento en episodios - EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA -GARCÍA MARQUEZ- Quinta parte


APORTE DE RAUL ROVIRA


“Este es el milagro de la multiplicación de los panes”, repitió el coronel cada vez que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía haber descubierto la clave para sostener la economía doméstica en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó tres tardes a su laborioso peinado. “Ahora empieza la misa cantada”, dijo el coronel la tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo, utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis. Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el miércoles lo pesaron y estaba en forma. Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La mujer le cortó el cabello. “Me has quitado veinte años de encima”, dijo él, examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón. —Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto —dijo. Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación. —No te preocupes —la consoló el coronel—. Mañana viene el correo. Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico. —El avión es una cosa maravillosa —dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del correo—. Dicen que puede llegar a Europa en una noche. “Así es”, dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo. —Pero no deja de tener sus peligros —dijo el coronel. Perdió de vista al administrador, pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos—. La humanidad no progresa de balde. —En la actualidad es más seguro que una lancha —dijo el médico—. A veinte mil pies de altura se vuela por encima de las tempestades. —Veinte mil pies —repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra. El médico se interesó. Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una inmovilidad absoluta. —Hay una estabilidad perfecta —dijo. Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el saco del correo. —Además, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones nocturnos —siguió diciendo el médico—. Con tantas precauciones es más seguro que una lancha. El coronel lo miró. —Por supuesto —dijo—. Debe ser como las alfombras. El administrador se dirigió directamente hacia ellos. El coronel retrocedió impulsado por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre lacrado. El administrador abrió el saco. Entregó al médico el paquete de los periódicos. Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada, verificó la exactitud de la remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios. El médico abrió los periódicos. —Todavía el problema de Suez —dijo, leyendo los titulares destacados—. El occidente pierde terreno. El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”. —Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver —dijo el médico, riendo sobre el periódico—. No entienden el problema. El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres miró al coronel. Luego miró al administrador. —¿Nada para el coronel? El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza: —El coronel no tiene quien le escriba. Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos. Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba. —Nada —preguntó. —Nada —respondió el coronel. El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa sin la carta esperada. “Ya hemos cumplido con esperar”, le dijo esa noche su mujer. “Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”. El coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos. —Hay que esperar el turno —dijo—. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés. —Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería —replicó la mujer. El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para hacerse incluir en el escalafón. Ésa fue la última carta que recibió el coronel. Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la cuenta de que su mujer estaba despierta. CONTINUARÁ...

El cuento en episodios-EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA- GARCÍA MARQUEZ- Cuarta parte


APORTE DE RAUL ROVIRA


“Este es el milagro de la multiplicación de los panes”, repitió el coronel cada vez que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía haber descubierto la clave para sostener la economía doméstica en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó tres tardes a su laborioso peinado. “Ahora empieza la misa cantada”, dijo el coronel la tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo, utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis. Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el miércoles lo pesaron y estaba en forma. Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La mujer le cortó el cabello. “Me has quitado veinte años de encima”, dijo él, examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón. —Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto —dijo. Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación. —No te preocupes —la consoló el coronel—. Mañana viene el correo. Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico. —El avión es una cosa maravillosa —dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del correo—. Dicen que puede llegar a Europa en una noche. “Así es”, dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo. —Pero no deja de tener sus peligros —dijo el coronel. Perdió de vista al administrador, pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos—. La humanidad no progresa de balde. —En la actualidad es más seguro que una lancha —dijo el médico—. A veinte mil pies de altura se vuela por encima de las tempestades. —Veinte mil pies —repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra. El médico se interesó. Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una inmovilidad absoluta. —Hay una estabilidad perfecta —dijo. Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el saco del correo. —Además, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones nocturnos —siguió diciendo el médico—. Con tantas precauciones es más seguro que una lancha. El coronel lo miró. —Por supuesto —dijo—. Debe ser como las alfombras. El administrador se dirigió directamente hacia ellos. El coronel retrocedió impulsado por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre lacrado. El administrador abrió el saco. Entregó al médico el paquete de los periódicos. Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada, verificó la exactitud de la remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios. El médico abrió los periódicos. —Todavía el problema de Suez —dijo, leyendo los titulares destacados—. El occidente pierde terreno. El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”. —Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver —dijo el médico, riendo sobre el periódico—. No entienden el problema. El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres miró al coronel. Luego miró al administrador. —¿Nada para el coronel? El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza: —El coronel no tiene quien le escriba. Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos. Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba. —Nada —preguntó. —Nada —respondió el coronel. El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa sin la carta esperada. “Ya hemos cumplido con esperar”, le dijo esa noche su mujer. “Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años”. El coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos. —Hay que esperar el turno —dijo—. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés. —Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería —replicó la mujer. El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para hacerse incluir en el escalafón. Ésa fue la última carta que recibió el coronel. Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la cuenta de que su mujer estaba despierta. CONTINUARÁ...

El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA-GARCÍA MARQUEZ- Tercera parte


APORTE DE RAUL ROVIRA


El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros de Agustín —oficiales de sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la gallera — aprovecharon la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma. El coronel volvió al cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había reaccionado. —Qué dicen —preguntó. —Entusiasmados —informó el coronel—. Todos están ahorrando para apostarle al gallo. —No sé qué le han visto a ese gallo tan feo —dijo la mujer—. A mí me parece un fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas. —Ellos dicen que es el mejor del Departamento —replicó el coronel—. Vale como cincuenta pesos. Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros higados”. El coronel se tomó todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero. —Es por pocos meses —dijo—. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero. Después podemos venderlo a mejor precio. Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos planchas de hierro calentadas al carbón. —Cuál es el apuro de salir a la calle —preguntó. —El correo. “Se me había olvidado que hoy es viernes”, comentó ella de regreso al cuarto. El coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos. —Ya esos zapatos están de botar —dijo—. Sigue poniéndote los botines de charol. El coronel se sintió desolado. —Parecen zapatos de huérfano — protestó—. Cada vez que me los pongo me siento fugado de un asilo. —Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo —dijo la mujer. También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran las lanchas. Botines de charol pantalón blanco sin correa y la camisa sin el cuello postizo, cerrada arriba con el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas desde el almacén del sirio Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina. La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada, descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El gallo había agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de correos subió a la lancha, desató el saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo tuvo a la vista.

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Entonces volvió al cuarto por el gallo. —Anoche estabas delirando de fiebre —dijo la mujer. Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El coronel hizo un esfuerzo para recordar. —No era fiebre —mintió—. Era otra vez el sueño de las telarañas. Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su presencia desbordaba la casa. "Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar", dijo, mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer que la tierra del trópico es capaz de producir. —Si tienes ganas de cantar, canta —dijo el coronel—. Esto es bueno para la bilis. El médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó: —Se murieron los enfermos. El coronel se levantó a recibirlo. —Así es doctor, —dijo dirigiéndose a la sala—. Yo siempre he dicho que su reloj anda con el de los gallinazos. CONTINUARÁ...

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El cuento en episodios- EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA-GARCÍA MARQUEZ-Segunda parte


APORTE DE RAUL ROVIRA



Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. “Todo está así”, murmuró. “Nos estamos pudriendo vivos”. Y cerró los ojos para pensar más intensamente en el muerto. Después de afeitarse al tacto —pues carecía de espejo desde hacía mucho tiempo— el coronel se vistió en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sostenían en la cintura con dos lengüetas del mismo paño que pasaban a través de dos hebillas doradas cosidas a la altura de los riñones. No usaba correa. La camisa color de cartón antiguo, dura como un cartón, se cerraba con un botón de cobre que servía al mismo tiempo para sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera que el coronel renunció a la corbata. Hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos estaban forrados por un pellejo lúcido y tenso, manchado de carate como la piel del cuello. Antes de ponerse los botines de charol raspó el barro incrustado en la costura. Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces advirtió cuánto había envejecido su esposo. —Estás como para un acontecimiento —dijo. —Este entierro es un acontecimiento —dijo el coronel—. Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años. Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo agarró por la manga del saco. —Péinate —dijo. Él trató de doblegar con un peine de cuero las cerdas color de acero. Pero fue un esfuerzo inútil. —Debo parecer un papagayo —dijo. La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus ojos no parecía conservado en formol. “Así estás bien”, admitió ella, y agregó cuando su marido abandonaba el cuarto: —Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente. Vivían en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal desconchadas. La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la plaza por un callejón de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufrió un estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores. Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro. En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos: —Coronel, espérese y le presto un paraguas. El coronel respondió sin volver la cabeza. —Gracias, así voy bien. Aún no había salido el entierro. Los hombres —vestidos de blanco con corbatas negras— conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel saltando sobre los charcos de la plaza. —Métase aquí, compadre —gritó. Hizo espacio bajo el paraguas. —Gracias, compadre —dijo el coronel. Pero no aceptó la invitación. Entró directamente a la casa para dar el pésame a la madre del muerto. Lo primero que percibió fue el olor de muchas flores diferentes. Después empezó el calor. El coronel trató de abrirse camino a través de la multitud bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso la mano en la espalda, lo empujó hacia el fondo del cuarto por una galería de rostros perplejos hasta el lugar donde se encontraban —profundas y dilatadas— las fosas nasales del muerto. Allí estaba la madre espantando las moscas del ataúd con un abanico de palmas trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma expresión con que se mira la corriente de un río. De pronto empezó una voz en el fondo del cuarto.CONTINUARÁ...


El cuento en episodios- FRAGMENTOS DEL CUENTO El coronel no tiene quien le escriba DE DON GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ...PRIMER EPISODIO


APORTE DE RAUL ROVIRA

Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder. — Mierda. - DON GABO
18 de abril de 2014 a la(s) 12:39
FRAGMENTOS DEL CUENTO El coronel no tiene quien le escriba DE DON GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ...El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata. Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aún para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa, durante cincuenta y seis años —desde cuando terminó la última guerra civil— el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban. Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporóa para recibir la taza. —Y tú —dijo. —Ya tomé —mintió el coronel—. Todavía quedaba una cucharada grande. En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidaddo del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto. —Nació en 1922 —dijo—. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el cafñe todavía estaba pensando en el muerto. “Debe ser horrible estar enterrado en octubre”, dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombríces en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos. —Tengo los huesos húmedos —dijo. —Es el invierno replicó la mujer—. Desde que empezó a lloverte estoy diciendo que duermas con las medias puestas. —Hace una semana que estoy durmiendo con ellas. Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca Pero la insistencia de los bronces rotos le recordó el entierro “Es octubre”, murmuró, y caminó hacia el centro del cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama Era un gallo de pelea. Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo montado en un marco de macera labrada. A diferencia del dormitorio demasiado estrecho para la respiración de una asmática, la sala era limpia con cuatro mecedoras de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca cargada de rosas. Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillado. Se sentaron en torno al gallo, a contemplarlo en silencio. —No miren más a ese animal —dijo el coronel—. Los gallos se gastan de tanto mirarlos. Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una canción de moda. “No toques hoy”, le dijo el coronel. “Hay muerto en el pueblo”. El niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a vestirse para el entierro. La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el fondo del baúl, envuelto en periódico y preservado contra las polillas con bolitas de naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto. —Ya debe haberse encontrado con Agustín —dijo—. Pueda ser que no le cuente la situación en que quedamos después de su muerte. —A esta hora estarán discutiendo de gallos —dijo el coronel. Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en una tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín —que entonces tenía ocho años— presenciaron el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas. —Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo —dijo el coronel con una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas metálicas—. Ahora sólo sirve para contar las estrellas. CONTINUARÁ...