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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

viernes, 15 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Décima tercera parte)





Con su cara congestionada y sus ojos inexpresivos, Berger dio pormenores. Yo tuve asco: de mí, de Oribe, de Berger, del mundo. Hubiera querido abandonar todo; pero me hallaba en ese episodio como en la mitad de un sueño y tal vez entendí que no debía tomar decisiones, que en ese momento mi sentido de la responsabilidad no excedía al de un personaje soñado. Además, empecé a entrever (muy tardíamente, por cierto) una explicación de los hechos y cometí la equivocación de querer confirmarla o desecharla, de no preferir la incertidumbre. A la mañana siguiente emprendí el viaje a Santiago.
Recordé que no debía odiar a Oribe. Con insegura frialdad me pregunté si me indignaba tanto que hubiera contado la aventura porque la muchacha estaba muerta. Precisamente, la había contado por eso: porque la muchacha estaba muerta y porque la historia de su vida y el episodio de su muerte eran románticos. Trataba la realidad como una com¬posición literaria, y debía imaginar que el valor antitético de esa anécdota era irresistible. El procedimiento era candoroso, el efecto, burdo, y pensé que no debía juzgar a Oribe con mucha severidad ya que su culpa no era la de un hombre inicuo sino la de un escritor incompetente. Lo pensé en vano. Los argumentos no abatieron mi condenable rencor.
En cuanto llegué a Antofagasta fui a ver al jefe de policía. Este funcionario no se interesó por la carta de presentación, aunque llevaba la firma autógrafa de nuestro jefe, me oyó con indiferencia y me extendió un permiso para visitar a Vermehren cada vez que yo quisiera.
Lo visité esa misma tarde. En sus ojos durísimos no ad¬vertí si me había reconocido. Le hice algunas preguntas. Empezó a insultarme, lentamente, con una voz en que las palabras, casi murmuradas, parecían contener un vendaval de odio.
Lo dejé hablar. Después le dije:
-Como usted quiera. Yo andaba en una investigación personal, sin intención de publicar los resultados. Pero me ha convencido: publico los datos que me dio el doctor Battis y no molesto a nadie.
Me retiré en seguida y al día siguiente no aparecí en la cárcel.
Cuando volví fue casi atento. Apenas aludió a la entrevista anterior. Me dijo:
-No puedo explicar este asunto sin referirme a mi pobre hija. Por eso no quise hablar.
Confirmó la historia del médico; agregó que una noche, cuando Lucía subió a acostarse, alguna de las muchachas dijo que parecía increíble que en una vida tan cotidiana¬mente igual como era la de ellos, pudiera introducirse un cambio -el cambio definitivo de la muerte-. Después recordó la frase, y, en horas de insomnio, cuando las credulidades y los propósitos son más apremiantes, decidió imponer a to¬dos una vida escrupulosamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo.
Debió tomar algunas precauciones. A las personas de la casa les prohibió salir; a los de afuera, entrar. Él salía, siempre a la misma hora, a recibir las provisiones y dar las órdenes a los capataces. La vida de los que trabajaban afuera si¬guió como antes; huyó un peón, es verdad, pero no lo habría hecho para salvarse de una disciplina terrible, sino porque habría descubierto que ocurría algo extraño, algo que no podía entender y que por eso lo intimidaba

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