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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

viernes, 15 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Duodécima parte)





-No tiene importancia -dije; le saqué el cuaderno-. Des¬cifro las peores escrituras.
El título me hizo estremecer: Lucía Vermehren: un recuer¬do. Leí el poema y me pareció la fijación débil y perifrástica de sentimientos intensos; pero éste es un juicio posterior y confieso que esa noche sólo pude expresar una confusa, aun¬que violenta, emoción. Una emoción, indudablemente, es una forma humildísima de crítica; sin embargo, por mere¬cerla, el poema se distingue entre todos los de Oribe (a pesar de las férvidas intenciones de imitar a Shelley, prodigaba nuestro poeta más felicidad verbal que sinceridad). Los ver¬sos que leí tenían defectos formales y no eran siempre eufó¬nicos; pero eran sentidos. Como no dispongo de esa calum¬niosa recopilación postuma, en donde figura el poema, debo citar de memoria, y, desgraciadamente, recuerdo una de las estrofas más lánguidas. Su primer verso es pobre; las pala¬bras «bosque», «desierto», «leyenda», son valores poéticos análogos y no se refuerzan mutuamente. El segundo verso, émulo de las peores victorias de Campoamor, es indigno de Oribe. En el último la cesura no cae naturalmente; considero, por fin, que la elección de la palabra «desesperanza» no debe reputarse un acierto. La estrofa, en su conjunto (y en su mi¬seria), quizá no delate influencias; pero alguno de sus versos trasluce, al menos me parece a mí, vestigios de Shelley; mi desmemoriado oído, sin embargo, se niega a precisarlos.

Descubrí una leyenda y un bosque en un desierto,
y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto.
Levántate Memoria y escribe su alabanza,
aunque Oribe caduque en la desesperanza.

Le pregunté a Berger si Oribe no le había contado nada de su viaje.
-Sí -dijo-. Me contó una aventura rarísima.
Berger empezó por el «misterio» del bosque de pinos, y continuó:
-Usted recordará que Oribe salió del hotel una noche, a eso de las diez, con el pretexto de pensar en un poema que estaba escribiendo. La noche era muy oscura (tan oscura, me dijo, que sólo descubrió que había andado entre nieve cuando se miró las botas, en el hotel). Se dirigió como pudo al bosque de pinos. Los perros no le salieron al paso; se ale¬gró de esto, porque los temía, aunque sabía tratarlos...
-Creo que él también tuvo perros -indagué- cuando era chico...
-Sí, me parece que le oí algo de eso... De pronto se encon¬tró frente al edificio principal de «La Adela»; dijo que lo ro¬deó por el sur; abrió una puerta lateral y se metió al azar por esa casa desconocida; cruzó cuartos y corredores; finalmen¬te llegó junto a una escalera de caracol, detrás de una cortina verde; subió la escalera y desde un entrepiso vio un salón in¬menso donde un señor vestido de negro conversaba con tres muchachas (las primeras personas que encontró en la casa). Afirmaba que no lo vieron. En el entrepiso había dos puer¬tas. Abrió la puerta de la derecha. Ahí estaba Lucía Vermeh¬ren.
Sentí un vértigo y murmuré:
-¿Qué más?
-Oribe señalaba dos puntos -explicó metódicamente Berger-. Primero, que al verlo, la muchacha no se asombró. Era, me repetía, como si de un modo general lo hubiera es¬perado. Le pedí que no repitiera, que me explicara lo que él entendía, al menos en esa frase, por modo general. Inútil. Us¬ted sabe lo obstinado y lo desatento que podía ser. Después venía el segundo punto, o sea la docilidad virginal con que la muchacha se entregó.

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