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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

viernes, 15 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Décimo cuarta parte)





. Adentro, como el orden siempre había sido estricto, el sistema de repeticio¬nes se cumplió naturalmente. Nadie huyó; más aún: nadie llegó a asomarse a una ventana. Todos los días parecían el mismo. Era como si el tiempo se detuviera todas las noches; era como si viviesen en una tragedia que se interrumpiera siempre al fin del primer acto. Transcurrió así un año y medio. Él se creyó en la eternidad. Después, inesperadamente, murió Lucía; El plazo del médico había sido postergado por quince meses.
Pero en el día del velorio ocurrió un hecho revelador: una persona que nunca habría estado en la casa, pudo ir, sin indicación de nadie, hasta una determinada habitación. Vermehren sólo reparó en esto cuando Oribe le dio la fotografía de Lucía; pero añadió que al encender la lámpara, su deciión ya era mirar la cara del hombre a quien iba a matar.
A los pocos días yo estaba de regreso en Buenos Aires y Vermehren había muerto en su cárcel. Se dijo (por ahora no quiero desenmascarar al autor de la infamia) que yo no era ajeno a esa muerte; que aproveché la circunstancia de no ser registrado, para llevarle el cianuro (me lo habría exigido a cambio de una confesión). Pero faltaron las consecuencias previstas por los difamadores: yo no revelé nada y la policía de Chile no se ocupó de mí.
Temo, ahora, reavivar la calumnia; se alegará que los da¬tos que me dio el médico y la simple amenaza de publicarlos no pudieron bastarme para obtener las declaraciones de Vermehren; se pasará por alto la dificultad que yo habría te¬nido para conseguir un veneno en Antofagasta; se insistirá en que esta publicación es la prueba que faltaba. Yo, sin em¬bargo, espero que el lector encuentre en mis páginas la evi¬dencia de que no pude complicarme en el suicidio de Ver¬mehren. Establecerla, denunciar la parte preponderante que en los hechos de General Paz tuvo el destino, y mitigar, en lo posible, una responsabilidad que oscurece la memoria de Oribe, fueron los estímulos que me permitieron ordenar, en plena enfermedad y al borde mismo de la desintegración, este relato de hechos y de pasiones concernientes a un mun¬do que ya no existe para mí.

Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe

Al escribir: «Aquí se interrumpe el manuscrito de Juan Luis Villafañe», he querido señalar que, a mi juicio, el relato queda inconcluso. Añadiría: deliberadamente inconcluso. Es verdad que la última frase ambiciona la pompa, el patetismo y el mal gusto de un final. Sobre todo, de un falso final. Es como si Villafañe hubiera pretendido que el tono confundiera a los lectores; que éstos, al reconocer el final, lo acepta¬ran, sin acordarse de que faltaban explicaciones y una bue¬na parte del relato.
Ahora intentaré corregir esas deficiencias. Lo que agrego es una interpretación meramente personal de los hechos; pero confío que también sea lícita, ya que todas sus premisas pueden encontrarse en este documento o en los caracteres que este documento atribuye a Oribe y a Villafañe. No he ca¬llado mi conclusión con el propósito literario, o pueril, de reservar una sorpresa para las últimas páginas; he querido que el lector siguiera a Villafañe, libre de toda sugestión mala; si este epílogo le parece demasiado previsible; si, inde¬pendientemente, hemos llegado a la misma conclusión, me atreveré a considerar el hecho como un indicio de que la in¬terpretación no es injustificada.

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