. Sin embargo, ahí están sus Cantos y baladas. Le agrade o no al lector, son la indisputable adquisición de los hombres, que los cantarán y los elogiarán infatigable¬mente. Ahí está, sobre todo, su conmovido temperamento poético. Carlos Oribe era intensamente literario, y quiso que su vida fuera una obra literaria. Siguió a los modelos de su predilección -Shelley, Keats- y la vida u obra conseguida no es más original que una combinación de recuerdos. Pero ¿qué otro resultado puede lograr la inteligencia más audaz o la fantasía más laboriosa? Nosotros, que lo miramos con una simpatía morigerada por un rutinario sentido crítico, cree¬mos que su paso por la brevísima historia de nuestra litera¬tura será, para siempre, el de un símbolo: el símbolo del poeta.
Vuelvo a ese día en que almorzábamos en General Paz. Como he dicho, la mesa estaba colocada frente a una venta¬na; a través de la ventana, a lo lejos, veíamos el bosque de pinos.
-¿Una estancia? -preguntó alguien (no recuerdo si Oribe, o algún viajante, o yo mismo).
-«La Adela» -contestó el Delegado-. De un tal Vermeh- ren, un dinamarqués.
-Un hombre muy derecho, señores -afirmó el patrón-. Loco por la disciplina.
El Delegado replicó:
-No solamente por la disciplina, don Américo. Viven en 1933, como hace veinte años, en plena civilización, como en una estancia perdida en medio del campo.
Oribe se levantó.
-Brindo por la civilización -gritó con su voz aguda-. Brindo por el aparato de radio.
Pensé que la civilización llegaba a todos los rincones de la República, salvo a nuestro penoso bromista. Los demás lo miraron sin interés. Oribe volvió a sentarse.
-Es un caso increíble y misterioso el de «La Adela» -dijo abstraídamente el Delegado.
¿Increíble y misterioso porque vivían en 1933 como hace veinte años...? Tuve ganas de pedir una explicación, pero temí que Oribe descubriera mi curiosidad y me despreciara. El patrón se retiró taciturnamente. No fue indispensable que yo pidiera la explicación.
-¿Ven esa tranquera? -preguntó el Delegado.
Nos levantamos a mirar. En el bosque de pinos divisamos una tranquera blanca, debajo de un pequeño techo.
-Hace año y medio que nadie entra ni sale por ahí -el De¬legado continuó-: Todos los días, a la misma hora, Vermeh- ren llega hasta la tranquera en un coche de mimbre, tirado por una yegua tordilla. Recibe a los proveedores y se vuelve a la estancia. Casi no les habla. «Buenas tardes», «Adiós». Siempre las mismas palabras.
-¿Podremos verlo? -preguntó Oribe.
-Aparece a las cinco. Pero yo no me pondría a tiro. A pro¬pósito de tiros: Vermehren dijo que de las visitas se encarga¬ría la Browning. Esto lo sé por el peón que pudo fugarse.
-¿Que pudo fugarse?
-Así es. Tiene la gente presa; recluida prácticamente. Dan lástima las muchachas.
Pregunté quiénes vivían en «La Adela».
-Vermehren, sus cuatro hijas, unas pocas mujeres del ser¬vicio y algún peón de campo -respondió el Delegado.
-¿Cómo se llaman las muchachas? -preguntó Oribe, con los ojos muy abiertos.
El Delegado pareció vacilar entre contestar o insultarlo. Contestó:
-Adelaida, Ruth, Margarita y Lucía.
Inmediatamente se demoró en una prolija y totalmente superflua descripción del bosque y de los jardines de «La Adela».
En Buenos Aires conocí la historia de Luis Vermehren. Era el hijo menor de Niels Matthias Vermehren, que tuvo la gloria de ser el único miembro de la Academia Danesa que votó para que se premiara un libro de Schopenhauer. Luis nació alrededor del año 70; tenía dos hermanos: Einar, que siguió como él la carrera eclesiástica, y el mayor, el capitán Matthias Mathildus Vermehren, célebre por la disciplina que imponía a las tripulaciones, por su aspecto andrajoso, por su terrible piedad y por haber muerto, por su propia mano, en la Tierra del Rey Carlos, «después de abandonar como una rata su barco en medio de la noche y del naufragio» (H. J. Molbech, Anales de la Real Marina Danesa, Copenhague, 1906). Einar y Luis Vermehren lograron cierta notoriedad por su lucha contra el Alto Calvinismo; cuando esa lucha ex¬cedió los límites de la retórica y los cielos de la pacífica Dina¬marca se iluminaron con el incendio de las iglesias, intervi¬no el gobierno (Einar comentó después: «En un país liberal, Luis reavivó pasiones que dormían desde hacía trescientos años; si hubiera vivido en el siglo xvi, lo hubiera quemado al mismo Calvino»). Representantes de la Corona pidieron a los pastores arminianistas que firmaran un compromiso (Einar fue de los últimos en firmar), y entonces, como en la sorpresa final de un cuento, se vio que el héroe de la agita¬ción religiosa no había sido él, como se había creído, sino Luis. Éste, en efecto, no admitió concesiones. Aunque su mujer estaba enferma (acababa de tener a su hija Lucía), prefirió salir de Dinamarca. Poco después, en un atardecer de noviembre de 1908 se embarcaron en Rotterdam, hacia la Argentina. La mujer murió en alta mar. Esa muerte fue ines¬perada para Vermehren, que sólo pensaba en sus luchas reli¬giosas y en la traición del hermano; esa muerte fue como un castigo irremisible y como una advertencia atroz; Vermeh¬ren decidió refugiarse con sus hijas en un lugar solitario; de¬cidió irse a la Patagonia, en el fondo de la Argentina, en el fondo de «ese inacabable y solitario país». Compró el cam¬po del Chubut y empezó a trabajar, para ocuparse en algo. Muy pronto lo apasionó el trabajo. Consiguió que le presta¬ran grandes sumas de dinero y, con una disciplina y con una voluntad casi inhumanas, organizó un admirable estableci¬miento, levantó en el desierto jardines y pabellones y en me¬nos de ocho años pagó totalmente su enorme deuda.
Pero sigo con mi relato de esa primera tarde en el Hotel América.CONTINUARÁ
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