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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

miércoles, 13 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Quinta parte)





. Era la hora del té; en grandes tazones enlozados tomábamos unos mates con galleta. Recordé nuestra intención de espiar a Vermehren cuando apareciese en la tranquera.
-Son casi las cinco -dije-. Si no salimos en seguida, no lo vemos. Estamos lejos.
-Desde nuestra pieza estaremos cerca -gritó Oribe.
Lo seguí, resignado. Ya en la pieza (creo haber dicho que la compartíamos), abrió impúdicamente una valija cubierta de rótulos, y con ademán y sonrisa de prestidigitador sacó unos importantísimos anteojos de larga vista. Me hizo una leve reverencia, para que me acercara a la ventana, levantó los ante¬ojos y se puso a mirar. Yo esperaba que me los ofreciera.
A lo lejos, en el bosque, mis ojos divisaban la pequeña tranquera con el techo, y, más allá, un camino angosto que se perdía oscuramente entre los árboles. De pronto apareció una mancha blanca; después fue un caballo, tirando un coche. Miré a mi compañero; no sentía urgencia de prestarme los anteojos. Se los quité, los enfoqué y vi con nitidez un caballo blanco, tirando un coche amarillo, en el que iba tiesa¬mente sentado un hombre vestido de negro. El hombre bajó del coche, y cuando lo vi caminar hacia la tranquera, ínfimo y diligente, tuve la extraña impresión de que en ese acto único veía superpuestas repeticiones pasadas y futuras y que la imagen que me agrandaba el anteojo estaba en la eternidad.
Lo felicité a Oribe por sus anteojos y fuimos a tomar unas copas.
-Caballeros -gritó Oribe, con su voz de rata-. Atención. Después de lo que he visto, no me voy sin conocer «La Adela». El patrón le creyó.
-No le arriendo la ganancia -dijo desapasionadamente-. El dinamarqués tiene enferma la cabeza pero no el pulso. ¿Y usted sabe los perros que hay allí? Si lo agarran, lo dejan como para sembrarlo a voleo, amiguito.
Para cambiar de conversación, le pregunté a Oribe qué amigos tenía en Buenos Aires.
-Carezco de amigos -respondió-. No creo arriesgado, sin embargo, dar ese título al señor Alfonso Berger Cárdenas.
No pregunté más. Sentí que Oribe era un monstruo, o que, por lo menos, éramos dos monstruos de escuelas dife¬rentes. Yo había hojeado un libro de A. B. C., yo había escrito sobre el precoz autor de Embolismo y de casi todos los erro¬res que sin mucho trabajo puede cometer un escritor contemporáneo (casi todos: de acuerdo con su lista de obras, aún le quedaban algunos cuentos y algunos ensayos en preparación). Me parece inútil declarar que hoy pienso de otro modo. Berger es mi único amigo; si me atreviera, diría que es el único discípulo que dejo. Pero entonces le agradecí a Oribe la información, y agregué:
-Me voy a la pieza, a escribir. Lo veré luego.
Tal vez lo haya tratado con impaciencia. Tal vez Oribe justificara esa impaciencia. En el recuerdo, sin embargo, es una figura patética: lo veo esa noche en la Patagonia, alegre, erróneo y animoso, a la entrada misma de un insospechado laberinto de persecuciones.
A eso de las diez y cuarto salió del hotel. Declaró que iba a caminar, para pensar en un poema que estaba escribiendo. Hacía tanto frío, que eso era una locura desmedida, aun para Oribe. No le creí; no le contesté; lo dejé salir. Partió lúgubremente, como a cumplir un horrible compromiso. Después salí yo. La noche estaba oscura; por más que anduve no lo encontré. Entré en el bosque de pinos. No tengo miedo a los perros; en casa, cuando era chico, siempre había algún perro, y sé tratarlos. Después salió la luna y empezó a nevar. Yo estaba a unos cincuenta metros del hotel, pero nevó fuerte y llegué con las botas sucias. Adentro, Oribe me esperaba, asonsado por el frío. Volvió a hablarme del poema y volví a no creerle. Tomamos unas copas. El poeta las necesitaba; a lo mejor yo también. Le conté mi excursión. Yo de¬bía de estar medio borracho. Me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confidencias, y lo obligué a quedarse hasta el alba, mientras yo charlaba y bebía.
Al otro día me desperté muy tarde. Oribe estaba de pie frente a la ventana, con ojos de asombro y con los brazos abiertos.
-¡Otro mito que muere! -exclamó.
No le pregunté el significado de sus palabras; no quería entenderlas; quería dormir. Pero él continuó:
-En este mismo instante un automóvil entra en «La Adela».CONTINUARÁ

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