Diego Lopez
1 h ·
Acá sentada sobre la acera del tiempo, he decidido enfrentar lo que tanto he eludido… mis recuerdos. Una lágrima comienza a ejercer fuerza en los desiertos de mis ojos para convertirse en vertiente inacabable de mis tristezas. Con los años, el peso de la culpa ha doblado mi cuerpo hasta casi besar el suelo con mis labios partidos por los silencios. Con los años, mis cabellos emigraron con el viento por no poder ya soportar mis nostalgias. Sí, algunos quedaron para recordarme a diario camino hacia la cenicienta vejez. Mis manos, mis manos fueron encorvando sus dedos de tanto cerrar el puño por impotencia. Mis ojos, que decir de ellos, se anclaron en un horizonte perdido de pasados… y allí murieron para siempre, porque jamás pude avizorar mañanas. Mi alma sabe de lo que hablo, esos adentros tan marchitos como pútridos han sido mis pasos. No hay instante de este camino transitado en que no me arrepienta de mis actos. Y esta condena, esta condena me está matando.
No puedo buscarte, me lo he jurado… no puedo seguir lastimando tu esencia. Cuando naciste, a pesar de nuestro lazo, siempre supe que debíamos emprender caminos distintos. Lo sé, no fue la manera ni la forma, pero a mis 13 años y sola en el mundo… no me quedaban muchas opciones. Tu sonrisa dibujada bajo tu mirada con ojos color miel me persiguen como inquiriendo el destino trunco que deposité en tu cuna. Esa noche cuando decidí dejarte a tu suerte, entendía a la distancia también me abandonaba yo para siempre. Sé que no tengo perdón sobre mis acciones, solo me queda la tranquilidad de haber permanecido tras los arbustos hasta que esa muchacha encontró el cochecito con tu alma dentro. Una muchacha que vino a buscarme, porque con el tiempo dio con mis despojos. Puedo decir que ella siempre quiso supieras de donde venías, porque tu identidad es parte de tu senda. Y no pude, de verdad mi yerro devoró mis ganas por abrazarte, la vergüenza hurtó hasta las lágrimas soñando reencuentros. Me queda la tranquilidad de que una muchacha suplió mis entrañas y mis senos hastiados de nutrientes. Perdón hija, no supe en mi niñez lo que significaba parir la vida, para luego dejarla. Tal vez no quise que me recordaras a diario, lo incipiente de un infierno vivo. Me he prometido no mentirme nunca más y por ende tampoco hacerlo contigo…
Para aquellos entonces, vivía con mi madre en una vieja casa de barro a las afueras del pueblo. Mamá vendía flores en la entrada del cementerio por las mañanas y por las tardes le lavaba la ropa al doctor Ramirez. Con eso vivíamos, y yo ayudaba en los quehaceres de la casa, no había tiempo para el colegio… al fin y al cabo, la palabra ignorancia no estaba en mi diccionario. Así pasaban los días, una madre y su pequeña con tantos amaneceres como ocasos contemplando sus claveles y sábanas colgadas con aromas a jabón de rosas. Tenía una muñeca, “Blanquita”, me la había comprado mi madre, después del día de los santos difuntos, que es cuando más flores se venden para el camposanto. Parece que la mayoría se olvida casi todo el año de sus muertos. Blanquita es la muñeca que permanece ahora a tu lado, lo sé porque me encargué de que llegara a tus manos. Sé que fue siempre tu juguete preferido, tal vez la muñeca de trapo viejo era un lazo mágico entre la distancia que te impuse cruelmente. Un domingo de lluvia intensa, sabiendo que mi madre no podría volver del cementerio hasta tanto no menguara el diluvio, decidí recostarme en la cama para esperarla, y pasaron los minutos y algunas horas, más continuaba la lluvia. Se oyó el ruido que realiza un motor al detenerse, aún no era la arde, y divisé por la ventana al doctor Ramirez, que seguro venía a buscar la muda de ropa que mi madre le lavaba. Con el tiempo sabía cuánto era la paga y donde quedaba guardada para poder entregarla. Así que cuando golpeó la puerta, la confianza hizo que le abriera. Tenía sus vestiduras desaliñadas el doctor, a pesar de no ser tan viejo… los años lo habían vuelto recio. Preguntó por mi madre y ante mi respuesta en torno a la ausencia, preguntó sobre el motivo de su presencia. Volví con la ropa hasta la puerta, me dio el dinero exacto, y cuando estaba por irse… algo cambió. Un olor a alcohol casi hediondo manaba de su boca, y sus ojos, sus ojos tenían otro color… como rojo del infierno. Se dio vuelta, me agarró del brazo con una mano y con la otra me tapó la boca. El miedo paralizó todos mis adentros. Ojalá hubiera perdido el conocimiento, para nunca recordar ese momento… pero no, me persigue como látigo que busca presa. No podía hacer nada, su cuerpo era el de un hombre fornido, el mío, el mío era el de una niña de doce años. Mis lágrimas caían por la almohada, mientras su boca besaba mis senos aún no desarrollados. Mis lágrimas, mis lágrimas se mezclaron con la sangre sobre la almohada. Vejó mi inocencia hasta que no quedó nada por ultrajar. Violó mis palabras para condenarlas al silencio con cada embiste de su inmundo sexo. Y se fue, se fue entre la borrachera de su triste vida y el éxtasis de poseer lo que no le pertenecía por la fuerza. Cuando mi madre pudo regresar, me encontró sin rostro, porque se lo había comido el miedo y la vergüenza. En vano preguntó que había pasado. No, no podía contarle, puesto con unas garras en mi garganta prometí jamás revelar lo sucedido, pues sino, sino mataría a mi mama. Y fui presa del pánico, y caí en silencios, y lavé mi cuerpo, pero nunca mi culpa. Y fui sentenciada por la vida ya que una niña no puede abrir la puerta a desconocidos, por nadie ni por nada. Y al cabo de un tiempo mi madre se dio cuenta que yo estaba embarazada. 12 años, recibí cachetadas, golpes y cintazos… le dije que me habían violado pero no creyó mi relato. Fui la puta de la familia, que sedujo algún amante porque es débil la carne y prostituta la que invita. Mi madre amenazó con matarme por la deshonra a su linaje. 12 años, y tal vez hubiese sido mejor entregarme a la muerte. Entendí debía partir, debía parir, debía partir. Mi madre dijo de sacarme la criatura con la vieja bruja de la otra cuadra. Opté por fugarme una noche sin tiempos, me fui sola y llorando, me fui sola y con vos en mis entrañas. Merodeé días y meses por pueblos que ni conocía, mendigué comida como mi necesidad de mendigar cariño. Cuando ya no pude más, entré a un hospital donde me ayudaron a parir un angelito que llamé Celeste… y cuando estuve repuesta decidí dejarte, para no viciarte de espanto como mis adentros. Decidí abandonarte para que no me recordarás a tu padre, y ese aroma a alcohol que pierde personas. Decidí dejarte a tu suerte, porque la mía ya estaba echada. Decidí no poder amarte, y la vida se encargó de castigarme con la enseñanza de que las distancias acrecientan sentires y amores. Y te extraño, aunque solo besé una vez tu frente, y te añoro aunque solo te cargué una vez en mis brazos.
Me quedé sin nada, porque tampoco tenía todo… me marché a otros lares y solo tuve coraje de mendigar limosnas. De mi madre supe murió en solitario, y del doctor… que lo mató una puta por despecho. Cuando el olvido no pudo con mis quebrantos y recuerdos decidí retornar a estas calles, decidí volver a no buscarte, pero a desde lejos contemplarte. Sé que no me queda tiempo, y con lágrimas dibujando sonrisas perdidas, anhelo juntar coraje para entregarte esta carta. Para cuando vuelvas mañana a preguntar como durmió esta vieja en la puerta de la iglesia,y me ofrezcas una taza de leche con una moneda sabiendo a pan caliente, pueda yo decirte… soy tu madre, tu ausencia y quebranto.
Título: AUSENCIA Y QUEBRANTO
Autor: Diego López (Argentina)
Imagen tomada de la red
Diego López
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