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Amparo Estévez Saviza

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martes, 23 de septiembre de 2014

EL CUENTO - Diego Lopez - Cuando Federico nació... Contemporáneo




Diego Lopez
3 h · Ciudad de Córdoba ·
Cuando Federico nació, supe de inmediato sería mi único hijo… no sé una intuición paterna tal vez, pero era una sensación que moraba constante en mi pecho. Recuerdo como si fuera este instante cuando con minutos de vida en sus manos, esos ojos cetrinos abrazaron las lágrimas que derramaban los míos. Es difícil expresar la felicidad que nace y se dispersa por el universo, sí, es una alegría inexplicable la que embriaga el alma de un padre. Hay magia en el ciclo de la vida, lo sabe una madre desde sus entrañas, lo sabe un padre perpetuando su linaje, lo sabe el hijo respirando un mundo nuevo. Y ahí lo abracé sin tiempos y permanecimos así en silencio mientras su mamá recobraba fuerzas para alimentar a este pequeño y gran hombre. Me habitaba la necesidad de salir a la calle y gritar que era feliz, inmensamente feliz, de no ser por Ana que ya tenía al bebé en sus brazos y me miraba con cara de desquiciado, lo hubiera hecho. Y Federico recién estaba abriendo los ojos a la vida, y yo ya tenía su destino planeado… era una fantasía, siempre supe que los hijos debían ser lo que quisieran, al menos esa era mi idea. Nunca había sido muy amigo de Dios, pero en ese momento le agradecí inexorablemente al pequeño protegido por el amor de su madre.
Con el tiempo y a medida que Federico crecía, debo reconocer me molestaba un poco la relación de Ana y Federico, siempre como sobreprotegiéndolo… mi función era la de colocar límites, de traer el sustento a la casa, hombre de familia claro, pero había algo que me inquietaba. Uno no es más ciego de lo que no quiere ver. Fede, empezó a tener más edad y así lo fui anotando en el club de futbol local, y a regañadientes porque no entendí nunca podía carecer de pasión por los colores del Sportivo Miroco, desistí de que jugara cuando me dijo que no le agradaba el deporte de los machos. Los soldaditos no le atraían y los autitos lo aburrían… algo no estaba andando bien. Un día jugando con sus primas no sé bien a qué, o mejor dicho no quería saber. Federico se cayó de rodillas dándose un pequeño raspón, acto seguido comenzó a llora. Me acerqué con demasiada bronca por ese sollozo inentendible para un varoncito, y lejos de contenerlo, lo increpé a que dejara de llorar pues lo hombres no lloran. Federico por primeva vez me contempló con miedo en sus ojos, se tragó cada una de sus lágrimas y en silencio limpió su herida. Ana vio todo desde la puerta pero no emitió opinión alguna, sobradamente se le notaban las ganas de poner bajo sus polleras al pequeño para protegerlo. Pero no, los hombres se hacen hombres a los golpes… como debe ser, como ha sido siempre. Federico fue creciendo y ya en edad escolar parecía sobresalir en sus tareas, pero destilaba un dejo de tristeza acoplado a una timidez implacable. Tarde o temprano debería empezar a seducir chicas, no sin antes el debut sexual en el cabaret del pueblo claro.
Recuerdo que regresaba una tarde con todo el cansancio propio del verano y una larga tarde de trabajo sobre las espaldas. Ana a esa hora cuidaba a su madre ya entrada en años, mientras que Fede ya independiente, o andaba leyendo libros o haciendo alguna actividad para el colegio. Con el transcurso de los años, había desistido con el deporte para el muchacho, y eso que lo había anotado en boxeo, Karate, Karting, Motos… pero no, no le gustaba lo físico. Un halo de frustración pesaba sobre mis anhelos, y mucho más cuando entendí que jamás sabría que era un radiador, una cubierta, un burro, una junta, una bujía de encendido o un filtro de aire… no le gustaban los autos. Fede ya tenía 14, estaba ingresando a una edad complicada, tiempo de que el padre dejara ese rol para hacerse amigo y juntos emprender el rito arcano de seducir mujeres. Esa tarde ingresé por la parte trasera de la casa para dejar de paso unas tablas que servirían para algo. El patio da a la ventana del cuarto de Fede… Aún maldigo el momento de haber elegido esas maderas, aún maldigo tantas cosas. Cuando iba a entrar a la casa, por la ventana divisé a mi Federico dándole un beso, un asqueroso beso a su compañero de colegio. Es duro explicar la escena, da náuseas la sola idea, y mucho más si es el único hijo que poseo quien deshonra la hombría. No voy a negar, siempre había oído de los putos, pero esos desviados eran de las grandes ciudades, donde corrompían niños con su enfermedad. Pero no en mi pueblo, no a mi niño… eso no lo permitiría. Literalmente rompí la puerta de una patada y entré dando gritos de “putos de mierda, yo les voy a enseñar a ser hombres”. ”En esta casa los hombres usan pantalones no polleras, marica”. “Ahora me vas a salir con que te comprás esmalte para uñas” Para ese momento el compañero había salido corriendo con el susto de su vida, daba igual a mi no me importaba. Federico me miraba asustado, pero también con un odio que no había visto nunca en ninguna persona. Esta vez no mediaron palabras, le di una trompada en la cara y mientras la sangre comenzaba a brotar solo sentencie: “Acá los putos no viven, sabrás vos si te quedás o te vas”. Ana por ese extraño lazo con su hijo estaba parada en la puerta llorando con el silencio de las madres cómplices. Entendí perfectamente su cobijo y me sonó a traición.
Esa noche vi a mi hijo por última vez, cuando lo contemplé pasar la puerta con un bolso viejo en la mano. Es extraño ver marchar a tu primogénito de catorce años hacia la vida, desprovisto de experiencia, de sapiencia, de calle, de cancha… de recursos. Pero en ese momento ya las cartas estaban echadas, prefería verlo partir que tener un hijo marica. Como miraba a los amigos de club después de esto, con qué cara hablaba con los compañeros del laburo. Este pueblo es chico, acá todo se sabe. No, ya era demasiada la vergüenza como para permitir la burla. Ana le dio un abrazo tan largo que creí Federico se haría mayor de edad en la vereda. La noche me llevó a mi hijo para siempre, porque mi Fede cuando se iba yendo, aterrado por el desamparo, sintiéndose culpable por quien era, desgarrado por un padre que lo echaba de su nido, hastiado de callar quien era, desahuciado por una vida que no valía ni una muerte… hurtó el viejo revolver dormido en mi mesita de noche.
Diez minutos habían pasado desde su partida, diez minutos que de saberlo hubiera asesinado mis instantes para siempre. Un disparo irrumpió la noche, Ana gritó como solo una madre que huele muerte puede hacerlo, mis ojos no vieron la negrura del cielo, porque negra estaba mi alma. Sí, dos calles más abajo, un niño de 14 años jamás podría ser hombre. Lo mató su padre por puto cobarde, por no aceptar a alguien por quién es… lo mató un monstruo que cercenó las alas de un joven, de un hijo que se marchó con la desidia de quien debió tan solo amarlo.
Hoy frente a su tumba, después de diez años de su partida, sigo llorando su ausencia. El dolor vuelve extrañas a las personas. Me divorcié a los meses de que muriera Fede. Ana se marchó a otra ciudad a vivir esa muerte diaria que es sobrevivir. Y yo, yo pago mi condena hasta el día que muera . Y yo, yo entendí que puto no es el que besa a un hombre… puto es el que condena.
Diego López

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