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Amparo Estévez Saviza

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Considero que un espacio interactivo debe servir para comunicar, compartir y pasar momentos agradables que nos ayuden a pensar la vida como bella y en este caso específico a conocer a los escritores y poetas que en todo momento transbordan vidas diversas arte y sueños a nuestro corazón...

domingo, 17 de noviembre de 2013

ADOLFO BIOY CASARES - (Décimo quinta parte)





Ante todo, veamos los dos personajes que se complemen¬tan como las figuras de un grabado: Carlos Oribe y Juan Luis Villafañe, simétricos en el destino. Pero entonces la trama parecerá demasiado simple, la simetría demasiado perfecta (no para un teorema ni para la mera realidad; para el arte).
Hablar de eminencias grises para describir a Villafañe, aunque esencialmente no tergiverse los hechos, es un error, porque los tergiversa aparentemente. Ya he dicho que Villafañe solía obrar de un modo anónimo, indirecto; que sus mejores artículos aparecieron sin firma y que más de una brillante y borrascosa discusión en el Senado fue un diálogo imaginario, un intrínseco monólogo en que Villafañe, impersonado por varios senadores, proponía y rebatía.
Con respecto a Carlos Oribe hay una cuestión que mu¬chos prefieren ignorar; yo disiento de ellos; si nadie la discute, en detrimento de la historia se la magnificará o se la olvidará. Dejo que otros se avergüencen de sus ídolos, los despojen de sus caracteres humanos y los conviertan en personajes simbólicos, en una calle, en una fiesta escolar y en incesantes deberes para los escolares. Yo lo he conocido a Carlos Oribe, yo lo admiro -tal como era-. Confieso, pues, sin rubor: Oribe ha plagiado algunas voces. Al tratar este de¬licado asunto, convendrá, quizá, recordar las apalabras de Oribe sobre los plagios de Coleridge: «¿Era para Coleridge imprescindible copiar a Schelling? ¿Lo hacía informa pauperis? De ningún modo. He aquí el enigma». En cuanto a Carlos Oribe, el enigma no existe; Oribe imitaba porque la riqueza de su ingenio abarcaba las artes imitativas; desapro¬bar, en él, la imitación, es como desaprobarla en un actor dramático.
Pero recapitulemos la historia: por la ventana del hotel, en General Paz, Oribe y Villafañe ven a lo lejos un bosque de pi¬nos: es «La Adela», una estancia en la que nadie entra y de la que nadie sale desde hace un año; Oribe manifiesta, una tar¬de, que no se irá de General Paz sin visitar esa estancia; a la noche, con un pretexto increíble, sale del hotel; sale también Villafañe; a la mañana siguiente muere Lucía Vermehren y se levanta la prohibición de entrar en «La Adela»; Oribe no quiere ir al velorio; después va y se mueve en la casa como si la conociera; después Vermehren mata a Oribe.
Mi conclusión no es imprevisible: Vermehren se ha equi¬vocado. Antes del velorio, Oribe no entró en su casa. Quien entró en su casa fue Villafañe.
Como lo habrá notado el lector, en el relato de Villafañe se encuentran las indicaciones que imponen, en todas sus partes, esta conclusión. La intervención de Oribe (a) y de Villefañe (b) en los hechos, quedaría aclarada así:
a)Para hacer creer que entraría en la casa de Vermehren, Oribe desafía las inclemencias de esa noche patagónica. Pero ni siquiera entra en el bosque. Teme los perros; los teme aun en compañía de Villafañe.
En el día del velorio pudo ir hasta el cuarto de Vermehren porque la noche anterior Villefañe le había contado minu¬ciosamente su visita a «La Adela». Esta información no es infundada. Villafañe había bebido esa noche; él mismo dice: «me parecía que Oribe era un gran amigo, digno de confi¬dencias». Sabemos cómo eran las confidencias alcohólicas de Villafañe: las contaba con «ordenada crudeza». Estas dos palabras aclaran todo: las confidencias fueron ordenadas: Oribe pudo llegar, en la noche del velorio, al cuarto de Vermehren (Villafañe había estado en el de Lucía; esto explica la indecisión de Oribe, entre las dos puertas del entrepiso); las confidencias fueron crudas: Villafañe sintió asco y horror al oír la apócrifa historia de Oribe: oía la verídica historia de Villafañe y de Lucía Vermehren, oía, después de la muerte de Lucía Vermehren, el mismo relato que él había pronunciado, la misma infidencia que él había cometido, obsceno por el alcohol y tal vez por la tradición de las conversaciones entre hombres, fatuo por la victoria.

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