Extractado de su novela autobiográfica
Sin título
A la mañana siguiente llovía torrencialmente. Eran las seis en punto.
La Hermana Rosita nos despertaba golpeando sus manos. Primero lo hacía
muy despacio y luego venían los aplausos.
Todas y cada una escuchábamos afuera la lluvia. Igualmente nos sentamos cada una en nuestra cama, todavía adormiladas; abrimos nuestra mesita de luz, sacamos nuestro cepillo de dientes y pasta…
La Hermana nos explicó que fuésemos preparándonos que ella iría nombrando quienes pasarían primero a los baños y duchas. Así es que primero pasaron seis- Éramos veinte en total.
Las otras nos pusimos a ubicar ordenadamente sobre la cama todo lo que contenían nuestros bolsos.
El uniforme sobre la silla, a los pies de la cama y un abrigo también del uniforme. Los zapatos negros acordonados y las medias blancas.
Tomamos nuestra ropa interior, un toallón y esperamos la orden.
Cuando me tocó a mí seguí a mis compañeras.
Los baños eran de mediano tamaño. Estaban ubicados en un espacio regular como si fuese el hall de los dormitorios, con puertas que daban a dos bañitos y dos duchas por separado. En la pared de enfrente un
inmenso espejo de unos dos metros de largo y uno de ancho y debajo todos los lavatorios.
De la duchas ya debíamos salir con la nueva ropa interior, chinelas y bata que debía ser blanca.
Ni bien una de nosotras regresaba al dormitorio, otra nos reemplazaba.
Llegábamos y comenzábamos a vestirnos, previo guardar la ropa sucia en una bolsa de género que ya se nos había pedido para esos efectos.
Cuando ya estábamos listas todo quedaba sobre la cama, por ser el primer día lo ordenaríamos después.
A un golpe de manos salíamos a la galería contigua que conducía a la Capilla. Todas las mañanas el sacerdote venía a darnos Misa.
Dos cuestiones me quedaron para siempre en la memoria. Primero, no se imaginan Ustedes lo que significaba formar fila, con frío, de noche y lloviendo torrencialmente
en esa galería. A esa altura creo ya serían las siete de la mañana. Todavía era de noche. Luego llegar a la Capilla y observar que ya estaban rezando, adelante, las diez monjitas que completaban la comunidad. Muchas de nosotras nos dormíamos disimuladamente ocultando nuestra cabeza sobre las manos. La llegada del Padre nos despertaba de golpe con su voz de tenor.
Todavía algunas llorábamos en ese momento. Era un lugar sagrado donde nadie podía
observarnos. Lo sentíamos como un refugio. Las luces tenues, las respuestas a los rezos
tan bajitas en sus tonos y tan aprendidas que era sencillo rezar y pensar en otra cosa al mismo tiempo…
CONTINUARÁ…
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