Diego Lopez
12 h
Oran disímiles historias que los elefantes entrados ya en su vejez y a veces enfermos… se apartan de la manada y emprenden un camino hacia las postrimerías de sus vidas. Un camino que solo ellos conocen, como un rito comulgando solitudes y tiempo, como un sagrado sendero de silencios y senectud. Son insondables los misterios de la naturaleza, como indescifrables los arcanos de una vida cuando no anhelan ser descubiertos. Y allí, donde el último aliento besa la caminata hastiada de instantes… un cementerio de elefantes se oculta en lo perpetuo.
Rezan distintas crónicas… pero solo yo, sé muy bien el camino peregrinado por mis paquidermos, por mi vejez, por la enfermedad de las almas que alguna vez arañaron mis lágrimas. Mis adentros se despojaron de una manada vetusta a la que no pertenecía, y quedaron en la más acérrima soledad… la elegida y la impuesta. Y allí, con la dignidad propia de los elefantes besando su muerte… caminaron mis adentros hacia el mausoleo donde morarían los cadavéricos sentires. Y cuando despojé del cuerpo y el alma, el barritar de mis internos. Y cuando corté el marfil pútrido de mis colmillos lastimados… pude morir de pie sobre el sigilo de mis quebrantos, pude perecer mis tempestades en los valles donde se erigieron mis tumbas.
Suplican diferentes leyendas… la condena de un elefante en su propio destino. Lo que no pronuncian estas fábulas, es que mis elefantes murieron… pero siempre renacen mis mariposas.
Diego López
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