Noche de plenilunio
La noche húmeda y pegajosa se cerraba sobre los autos que iban y venían por la ruta. Siempre me había gustado mirar las estrellas por la luneta trasera, pero ese día, un resplandor blanquecino opacaba el aire y no podía verse la Vía Láctea en todo su esplendor. Allá estaba Orión. Las tres Marías. La roja era Belatrix. Aquella, Sirio. La luna completa, redonda y blanca se alzaba casi en su cenit y le daba al campo una lúgubre luminosidad lechosa. Los árboles que cortaban el horizonte parecían gigantes terroríficos a punto de echarse sobre nosotros. La música suave de Enya le daba a la escena una atmósfera de dulce melancolía de la que disfrutaba relajadamente con la cabeza apoyada en el vidrio de la ventanilla. Alguna luz allá a lo lejos indicaba que había vida en un paisaje que parecía de muerte. Cuando por un rato no cruzábamos ningún auto, la vista se acostumbraba a la luz cenicienta y se podían distinguir las siluetas de los animales. De vez en cuando miraba hacia adelante entre los asientos donde viajaban mis padres y me gustaba adivinar si aquello que venía a lo lejos era un camión o un ómnibus de larga distancia. El sueño jugaba conmigo y no quería entregarme pero… me ganó la partida. Cuando desperté, percibí un pandemónium a mi alrededor, alguien gritaba, alguien lloraba. No podía hablar, ni abrir los ojos, ni mover mis brazos ni mis piernas. Un dolor agudo me hería el pecho y en un segundo comprendí todo. Nunca más olvidaría esa terrible noche de plenilunio.
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