CUENTO BASADO EN HECHOS REALES
DANIEL NAVARRO ESTÉVEZ
Remolino de fuego
El teléfono sonó con su tono inconfundible. Era Catalina, su esposa. Habían dado un alerta meteorológico para la zona de La Plata y como ella sabía que Julio no escuchaba la radio, ni navegaba por internet mientras trabajaba, decidió advertirle, ya que lo peor de la tormenta se pronosticaba para la hora del regreso a casa.
La familia vivía en una modesta vivienda a pocas cuadras del Camino Rivadavia que une la Ensenada de Barragán con la Capital de la Provincia de Buenos Aires, muy cerca de la cancha de Deportivo Cambaceres, que por ese tiempo se debatía entre la B metropolitana y la B nacional. Sus 3 hijos de 12, 10 y 6 años, todos varones, asistían diariamente a un Colegio Privado de La Plata. Martín el mayor, jugaba al fútbol en las inferiores del Club Gimnasia y Esgrima y Lucas y Mateo, practicaban Taekwondo en el Club Platense. Pero ese día, los tres estaban en casa con Catalina, porque la mamá no había querido llevarlos a entrenamiento por el mal tiempo.
Luego de cortar, julio dejó lo que estaba haciendo y buscó los datos del tiempo para esa zona por internet y comprobó que lo que le decía Catalina no era una exageración y que las tormentas podían ser realmente fuertes. Algo le decía que esa tormenta… no sabía por qué, pero quería llegar temprano a casa. Arregló con su jefe marcharse un rato antes para poder estar en casa cuando el pandemónium comenzara. Estaba en las mentes de todos, la inundación del 2 de abril de 2013 en La Plata y el tremendo incendio en la Planta de Coke en la Destilería de YPF de Ensenada que la misma inundación había provocado y realmente no estaba mal tomar ciertas precauciones.
Al salir de la oficina, Julio se dirigió a su Gol modelo 2003 que había estacionado enfrente y para su sorpresa, uno de los neumáticos estaba pinchado –no lo puedo creer- dijo. Sin perder tiempo se dispuso a cambiarlo. Retiró el cricket, la llave y la rueda de auxilio del baúl. Una ráfaga de viento lo hizo trastabillar y casi cae de nalgas sobre el cordón de la vereda. El cielo era de un color gris azulado que daba miedo verlo. El viento comenzó a soplar fuerte desde el oeste y Julio se apresuró a cambiar la rueda para irse de allí lo más rápido posible. Eran las cinco de la tarde pero la oscuridad asustaba. Solo cinco minutos le tomó la tarea y al guardar todo otra vez en su lugar, una luz blanca lo dejó ciego por un instante y una tremenda explosión hizo trepidar los vidrios del auto –ese rayo cayó cerca- pensó. Se subió al Golcito y salió a toda prisa para Ensenada.
Parecía a propósito. Todos los semáforos estaban en rojo. Tardó una eternidad en llegar a la rotonda de 32 y 120 desde donde el Camino Rivadavia por fin lo llevaría hasta su morada. La tormenta eléctrica era increíble y la verdad inquietaba recorrer esas calles con la sola protección del techo del auto. La lluvia empezaba a arreciar. Estaba ya por la terminal de la línea 307, desde donde comenzaba el descampado por algunos kilómetros del lado norte y la enorme Destilería del lado Sur hasta llegar a La Montonera, primer hito urbano del casco de la ciudad de la Ensenada. Casi no se veía nada. Las gotas golpeaban con fuerza el vidrio y el limpiaparabrisas no daba abasto para desagotar tanta agua. Ni bien ingresó al tramo de ruta que atravesaba el campo, la lluvia tomó una dirección imposible, casi en forma horizontal –esta lluvia es en bandas- pensó Julio. Había visto documentales donde la lluvia en bandas era típica de los tornados. Pero era imposible un tornado en esa zona. Los tornados eran típicos de EEUU, ¿pero acá? (Los argentinos, normalmente llamamos tornados a vientos muy fuertes con lluvias intensas que muchas veces provocan cierta destrucción pero nada igual a un tornado de esos que se denominan F4 o F5 y que destrozan todo a su paso con su cono invertido de muerte) –No, imposible- se dijo. Pero al momento de decirlo, a la izquierda sobre el campo, tres pequeñas trombas comenzaban a formarse y a acercarse al camino por donde Julio circulaba con su auto. No lo podía creer. Eran altísimas y grises. Por el cristal mojado y empañado no pudo distinguir que detrás de los Eucaliptos, los remolinos se hicieron uno sólo y fue cuando un enorme árbol pasó, como a 500 metros adelante de donde estaba, cruzando la ruta hacia la destilería, que se dio cuenta que un enorme tornado, quizás un F3, estaba tan cerca. El auto comenzó a balancearse de un lado para otro y Julio apretó los frenos con toda su fuerza. Sintió como se levantaba algunos centímetros del suelo y luego caía con un leve cimbronazo al costado del asfalto. La enorme aspiradora se estaba tragando literalmente todo lo que encontraba a su paso: los árboles, el alambrado, los postes de luz. Los destellos de los cables eléctricos eran como rayos que iluminaban ese espantoso atardecer. Una lluvia de pequeños troncos y hojas comenzaron a caer sobre el auto y Julio observaba incrédulo como el espiral de la muerte comenzaba a entrar en la planta de YPF. Estaba aterrorizado. Cuando pudo reaccionar quiso encender el auto, pero este hizo un ruido espantoso, ya estaba encendido. El ruido ensordecedor del Tornado lo había dejado atontado. Comenzó a circular por la ruta hacia su casa muy despacio. El gigante se adentraba cada vez más en la destilería. Pudo ver como algunos autos que seguramente estuvieron estacionados en la planta, ahora volaban por el aire. (Pero, si esto parece terrorífico, lo que pasó a continuación no creo que se le pueda ocurrir ni al más apocalíptico de los guionistas de Hollywood). El enorme tornado llegó a los tanques repletos vaya a saber de qué combustibles. Las chapas comenzaron a volar hacia todas direcciones y el tornado como una aspiradora gigante comenzó a succionar hacia las nubes como un gigante sediento, las naftas, el fueloil, el gasoil y bastó una sola chispa de una torre de alta tensión arrancada de la tierra, para que se desatara el infierno. Julio nunca había visto u oído algo igual. Era, ¿cómo explicarlo? Como una erupción volcánica de gas incandescente. El tornado ahora era un gigantesco remolino de fuego que hubiera dejado pasmado hasta al mismísimo Lucifer. Las lenguas de fuego se levantaban hacia el cielo como queriendo carbonizar a Dios. El calor era inmenso y casi no se podía mirar la escena. Julio pensó en su familia. El tornado del diablo se alejaba de sus seres queridos, ¿pero cuantos habían muerto? La sola idea de la destrucción lo colmaba de una angustia difícil de soportar y así como nació, el maldito murió, dejando tras de sí un camino de muerte y destrucción.
Más de 1000 personas fallecieron ese trágico día de mayo.
Julio, Catalina y sus hijos, hoy viven en La Plata y aunque nunca más Julio pudo volver a recorrer el Camino que otrora lo llevara hasta su casa, tiene la más firme convicción que Dios en su infinita misericordia, no quiso que él muriera ese día. La goma pinchada, los semáforos, no… no pudieron ser casualidad.
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